Sorprende la falta de previsión de los estrategas de la invasión a Ucrania, que la madrugada del 24 de febrero anterior el presidente Vladimir Putin justificó para evitar la expansión hacia el este de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), aunque pronto se hizo evidente que su “operación militar especial” se planeó como una incursión para imponer en Kiev un gobierno subordinado antes de que nadie pudiera reaccionar.
Casi tres meses después, el resultado del fallido intento es que la OTAN, con el inminente ingreso de Finlandia y Suecia, se encamina a duplicar su presencia frente a la frontera de Rusia, agregando mil 360 kilómetros a los actuales mil 200 kilómetros que tienen Polonia, Estonia, Letonia, Lituania y Noruega.
Poco puede hacer el Krem-lin para impedirlo, más allá de confiar en que se produzca algún veto y amenazar con tomar medidas “militares y técnicas” para neutralizar el peligro a su seguridad nacional que, argumenta, representaría la adhesión de los dos países escandinavos, los cuales, responden Finlandia y Suecia, renunciaron a su neutralidad no para atacar a Rusia, sino por temor a ser atacados.
Rusia, antes de invadir Ucrania, empleó varias veces la misma amenaza, pero ahora hay una diferencia esencial: sólo vale contra un país que no tiene armamento nuclear o carece del compromiso de la OTAN de acudir en su ayuda, aunque implique involucrarse en una guerra devastadora para todos. Helsinki y Estocolmo, a diferencia de Kiev, se ven más cerca que fuera de la alianza noratlántica, y para Moscú sería suicida provocar una hecatombe atómica.
El Kremlin consiguió el efecto contrario cuando conminó a la OTAN, en diciembre pasado, a desmantelar su infraestructura militar a niveles de 1997, a sabiendas de que era una exigencia incumplible porque nada hizo antes del ingreso, dos años más tarde, de Polonia, Hungría y la República Checa, y Rusia tenía un arsenal atómico más que suficiente para ser escuchado y tomado en cuenta.
Después de que Ucrania aceptó renunciar a la OTAN y ser un país neutral, sin armas nucleares ni bases extranjeras, cabe preguntarse: ¿qué pretende el Kremlin con esta guerra y por qué el mandatario Vladimir Putin rechaza siempre la insistente propuesta de su homólogo ucranio de sentarse a negociar un arreglo político?