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Cisma en la cima
E

s muy probable que las empresas que hoy producen acero y aluminio en México no logren absorber, sin mayores dificultades, los incrementos de precios inducidos por los nuevos aranceles decretados por Donald Trump. Para ello cuentan tan sólo –debido a los ínfimos salarios que pagan– con un margen de utilidades que hasta hoy era holgado. Sin embargo, si las exportaciones de México y Canadá no son eximidas de esta medida, el principio general del T-MEC –el acuerdo para la libre circulación de bienes, productos y capitales– quedará puesto severamente en duda. Siempre resulta útil recordar una advertencia de Henry Kissinger al respecto: Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso; pero ser su amigo es fatal.

Las críticas al giro proteccionista de Washington retornan siempre al mismo argumento: los verdaderos afectados serán los consumidores y, con ello, la economía estadunidense en general. En rigor, se trata de una verdad a medias; la otra mitad en cambio, la no dicha, anticipa acaso el fenómeno opuesto. Decretar aranceles sostenidos a ciertos productos –como acero y aluminio– difícilmente traerá de regreso a empresas que se marcharon, pero (bajo ciertas circunstancias) puede propiciar una demanda interna que estimule la expansión de la industria y del empleo locales. Carlos Slim lo explicó con bastante claridad en días pasados. En las últimas tres décadas, en EU sólo se (re)invirtió 20 por ciento del capital activo en la industria, mientras que en China e India esta cifra alcanzó frecuentemente 50 por ciento. A lo cual cabe agregar otro dato esencial: en ese lapso el salario promedio en la unión perdió 40 por ciento de su valor real, mientras las utilidades bursátiles aumentaron ¡420 por ciento! ¿Cómo explicar esta abismal distancia?

Para mi gusto, la única teoría sensata que logra dar cuenta de la dimensión de esta brecha fue redactada, hace más de un siglo, por Rosa Luxemburgo bajo la noción de la acumulación ampliada de segundo orden (y después perfeccionada por sus seguidores). Existe un mecanismo a través del cual es posible evitar la tendencia a la caída de la tasa de ganancia: trasladar a otros mercados no mercancías sino empresas enteras, siempre y cuando los dividendos regresen a casa para ser invertidos en la ampliación del mercado laboral. No hay que olvidar que los males más radicales que afectan a la valorización del capital provienen no de la escasez, sino de la peculiar forma en que multiplica la abundancia. La metáfora que mejor describe esta contradicción no es la sequía sino el diluvio.

Lo cierto es que, si 18 millones de empleos emigraron de EU, se crearon 21 millones nuevos en empresas tecnológicas y de servicios. Sin embargo, se trata de empleos relativamente mal pagados, cuyo consumo debe centrarse en mercancías baratas provenientes de las importaciones. A diferencia de lo que sucedió con el fordismo en los años 20 (la presión ejercida por empresarios para mantener salarios de alto nivel), a partir de la década de 1990, la tasa de ganancia vuelve a descender abruptamente –algo así como la criptonita del metabolismo del capital–. La pregunta es si este fenómeno tiene un origen interno o externo.

En los 90, la Fed impuso a Japón (cuando estaba a punto de igualar el PIB estadunidense) que las utilidades de sus industrias fueran despositadas en dólares a mediano plazo en Wall Street. Las corporaciones japonesas nunca se recuperaron del golpe; su economía, cuantiosa de por sí, lleva tres décadas estancada. La guerra de Ucrania (el aumento de los precios de la energía) acaba de descarrilar a Europa; hoy atraviesa un proceso de desindustrialización. Y China (por sí sola) no representa todavía un desafío sustancial –su potencial poder es magnificado día a día de manera mediática para encarnar, como alguna vez en el caso de la URSS, la figura del enemigo número uno–. Así es que el origen de la discronía estadunidense no es externo, sino esencialmente interno. Y parece ser bastante grave.

En Finance capitalism versus industrial capitalism (2021), Michel Hudson adelanta una hipótesis sugerente: desde la crisis de 2009, la franja financiera de la economía estadunidense ha estado parasitando a su basamento industrial. La razón es sencilla y compleja a la vez: Wall Street ha devenido (demasiado) global, la industria es local. La diferencia es que la banca vive hoy de una renta plus que provee el hecho de que todas las transacciones del mundo se realizan en dólares, mientras la industria tiene que competir con salarios tan bajos como los de México o Bangladesh. No es casual que Wall Street Journal, la voz casi oficial de la esfera financiera, sea el enemigo más acérrimo de lo que el mismo periódico definió como la “política más idiota en la historia de EU (los aranceles de Trump), al cual no ha dejado de tildar (con toda razón) como un engendro neofascista. Por su parte el hipernacionalismo del antiguo agente de bienes raíces coincide con las necesidades de relanzar la lógica industrial.

Para Hudson, el choque entre estas dos fuerzas está resultando devastador y puede devenir una guerra que termine en el colapso de la gobernabilidad del país entero.

¿Qué puede hacer la sociedad mexicana frente a este explosivo panorama? Paradójicamente, puede hacer mucho para sí misma, siempre y cuando la administración de Morena adopte las medidas adecuadas.