uién no ha dicho o escuchado la frase tiempo perdido
? Para los lectores de Marcel Proust viene de inmediato a la mente el título completo de su obra: En busca del tiempo perdido, cuyo título original en lengua francesa es: A la recherche du temps perdu. Cabe detenerse un momento en el doble significado de la palabra recherche
, al mismo tiempo, búsqueda
e investigación
. El nombre de la monumental obra de Proust es, así, a la vez literario y científico. Creo que lo mismo puede decirse de la obra. Un auténtico afán científico conduce Marcel Proust (hijo del científico y médico Adrien Proust) a la observación y análisis del tiempo a través de su monumental obra.
El paralelismo entre la obra de Proust y los trabajos de Heidegger sobre el ser y el tiempo despiertan, más que simple curiosidad, el ambicioso deseo de indagar por qué el ser y no más bien la nada
. Para formular esta cuestión, sería necesario situar el ser en el tiempo, pero en un tiempo original y no cronológico.
La filosofía posee un lenguaje que le es propio, como la literatura tiene el suyo. Heidegger retoma el pensamiento original y fundador que se cuestiona sobre el sentido del ser demostrando, primero, su olvido por sus predecesores, a través del concepto de la deconstrucción. Marcel Proust erige sus gigantescos personajes, para la claridad de cuya visión −subraya− es necesario un te-lescopio y no, como muchos pueden creer equivocadamente, un microscopio. El telescopio, indispensable para ver de lejos, en un tiempo intemporal, cuyas dimensiones aumentan sin cesar, a los personajes que atraviesan el tiempo temporal devorado por su existencia.
Pero, en nuestra existencia cotidiana, cabe preguntarse si existe realmente un tiempo perdido. Sin siquiera intentar preguntarnos sobre el tiempo, cuestión filosófica fundamental, nuestra cuestión se limita a interrogarse sobre el significado que sirve, en este caso, de calificativo al tiempo. Estar perdido es estar extraviado, ignorar dónde se está, desconocer el rumbo del camino que se sigue, andar desorientado, andar a tientas, andar a ciegas, verse en medio de una selva o dar vueltas en la arena de un desierto. Sentirse extraviado es dudar de su propia identidad, desconocer el rostro que nos mira en el espejo, preguntarse de dónde se viene y adónde se va, si se está en el comienzo de la vida o se aproxima su término. Es volver a lo mismo una y otra vez sin poder escapar; es dar vueltas en el mismo lugar sin cesar la búsqueda incesante de lo perdido para siempre; es girar en el carrusel de la existencia y cerrar lo ojos sin atreverse a saltar; es estar muriendo una muerte sin fin.
Pero, perder su tiempo, ¿no es quizá ganarlo? No se trata del time is money de los anglosajones. Monetizar el tiempo, los días, los años o los segundos, es llevar una cuenta regresiva de la existencia. Es vivir como el condenado a muerte. Quizá la suerte nos deja en la ignorancia de la fecha en que moriremos. Podemos, entonces, seguir pensando el futuro en un horizonte siempre lejano y alejado día tras día. Podemos, también entonces, perder el tiempo en locas divagaciones, sueños imposibles, ocios poblados de olvidos, ideas nacidas al alba entre vestigios de recuerdos cada vez más lejanos de un pasado infinito.
Recostarse en una playa mirando las eternas olas del mar, sentarse a una mesa de café en una terraza y mirar pasar a la gente, inclinarse sobre las páginas de una novela y dejarse llevar a otro mundo sin movernos, caminar errando sin rumbo en el laberinto de las calles más oscuras, dar la vuelta en una esquina con los ojos cerrados para hallar lo al fin desconocido; perder, pues, el tiempo, porque no tenemos mucho en esta vida y no podremos perderlo eternamente.
Perder el tiempo para cesar de contarlo. Despojarnos de relojes y del tic tac incesante de un tiempo medido. Jugarnos el tiempo y ganarlo para soñar que amamos y somos amados para siempre.