pocos kilómetros de la frontera de España con Francia, mi tío abuelo Alberto Jardí rescató de un vehículo artillado una bandera republicana con la leyenda: Los tanquistas internacionales sus compañeros españoles
y que en el centro tiene un tanque que sobresale de una estrella roja.
La guardó en su mochila y, junto con su hermano Joaquín, concluyó el trayecto que los conducirá al exilio. Eran los primeros días de 1939.
Como ambos eran cuadros de mando del Ejército Republicano, fueron conducidos al campo de concentración de Argelès-sur-Mer.
Les había tocado, cosas de la vida, hacer la guerra en el río Ebro, donde la intensidad de la violencia fue una de las más elevadas y es probable que creyeran que ya habían visto todo, pero les faltaba Argelès.
Decir que aquello fue un espanto es poco. Como las autoridades francesas estaban rebasadas por la llegada de miles de exiliados, tomaron la decisión de instalarlos en la playa norte del pueblo, sin más protección que las ropas que llevaban.
En plena intemperie tuvieron que pasar las primeras semanas, rodeados de alambres de púas y del inmenso mar mediterráneo.
Muchos de los internados en el lugar murieron por las más diversas enfermedades y otros tantos a causa del maltrato que sufrían por parte de los guardianes del lugar, algunos de ellos senegaleses.
Los republicanos se fueron organizando como pudieron y eso hizo posible la construcción de barracas y los más elementales servicios de salud.
El poeta Agustí Bartra escribió un relato potente y estremecedor al respecto, Cristo de los 200 mil brazos.
Los abuelos tuvieron la suerte, ésa sí, de poder ocupar algunos de los pocos lugares que quedaban en los barcos que trasladaban a los españoles hacia América Latina. Pasaron una temporada en Cuba y otra en República Dominicana, desde donde se trasladaron a México.
Para ellos, el contraste siempre fue evidente. En Francia los encerraron en una playa, y en territorio mexicano los recibieron con música, les enseñaron a tomar tequila y les dieron la calidad de refugiados, que por lo demás requerían ante las actividades que habían realizado en la guerra civil.
Los trasterrados, como les llamó José Gaos, se comprometieron con su tierra de acogida y fundaron instituciones como El Colegio de México y no pocos destacaron en cátedras en la UNAM, pero la gran mayoría eran obreros, empleados, artesanos y campesinos que había optado por respaldar un proyecto político sujetos a la democracia, al derecho y a las libertades.
Por eso, entre otras razones, siempre estuvieron agradecidos con los generales Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho, quienes como presidentes de la República hicieron posible que encontraran, muy lejos de su tierra, otra patria.
Recuerdo con estas líneas sólo una pequeña historia, acaso privada, pero que tiene una extensión con lo que ocurre en la actualidad, donde personas migrantes son expulsadas de Estados Unidos.
Sí, lo de 1939 se desató a consecuencia de una guerra, pero lo que ahora ocurre lo es también, aunque con otras reglas y pretextos que, en el fondo, tienen el propósito de desmontar todo el sistema internacional de protección a las personas migrantes.
Que esto ocurrió también hace años y si lo medimos desde hace décadas, porque la zozobra siempre ha estado presente en la comunidad mexicana y latina, pero tiene el componente novedoso de que forma parte de una de las estrategias propagandísticas del presidente Donald Trump.
De ahí que sea comprensible que el gobierno de México reciba a los paisanos en su obligado retorno, pero que haga lo propio con los de otras nacionalidades, quienes en muchas ocasiones abandonaron su país en desplazamientos forzados por las condiciones económicas o la violencia.
La crisis que ya se dibuja en horizonte, provocada por Trump, debe tener una contestación, situándose, justamente en la cancha de los derechos y la defensa de las personas.
Si Estados Unidos se cierra al mundo, México tiene que mantener otra visión, fiel a la de sus tradiciones.
*Periodista