l presidente Donald Trump confirmó ayer que hoy entrarán en vigor los aranceles para –casi– todas las mercancías provenientes de México, Canadá y China. Aunque durante semanas condicionó las tarifas contra sus vecinos a que éstos se plegaran a sus exigencias en materia migratoria y de combate al tráfico de fentanilo, en el último momento reveló sus verdaderas intenciones al declarar que no hay nada que México y Ottawa puedan hacer para evitarlos, ya que son una respuesta al déficit comercial de Washington con ellos.
Con este giro, vuelve al centro del escenario la obsesión trumpiana respecto a la balanza de pagos desfavorable entre Estados Unidos y sus principales socios, es decir, el hecho de que, en términos contables, la superpotencia importa bienes y servicios por un valor mucho mayor al que exporta. A su vez, la insistencia del republicano en poner fin a lo que califica como un abuso
o incluso un robo contra su país forma parte de la retórica con la que finge defender los intereses de la clase trabajadora, y en particular de los obreros fabriles, mientras pone su gobierno en manos de la plutocracia a la que pertenece y desfinancia todos los programas que atienden las necesidades básicas de la población.
Además de ser una farsa, la supuesta protección de los empleos estadunidenses a través de aranceles exhibe la incomprensión del magnate acerca del funcionamiento de la economía actual. Para el resto de los países del mundo, el déficit comercial es un problema porque las importaciones se liquidan en dólares, por lo que una balanza de pagos desfavorable los priva de las divisas que también requieren para mantener sus reservas internacionales, afrontar sus compromisos financieros y sostener el valor de sus monedas. Pero, como único país capaz de imprimir dólares, Estados Unidos no tiene ninguna de esas preocupaciones, por lo que la lucha contra el déficit supone atender un problema inexistente. Para colmo, las trabas a la circulación de mercancías debilitan a las monedas de los socios de Washington y fortalecen al dólar estadunidense, lo cual abarata las importaciones para ese país y encarece sus exportaciones, con el saldo de que el déficit se mantiene prácticamente inalterado, pero no así los precios, que golpean a los consumidores.
En este sentido, el secretario de Economía, Marcelo Ebrard, señaló de manera puntual que los aranceles impactarán en los costos que los hogares estadunidenses pagan por automóviles, computadoras, televisores –de todos los cuales México es el principal exportador a su vecino del norte–, frutas, verduras, carne y cerveza. Por la manera en que se diseñó la integración norteamericana, los aranceles contra México
son, en buena medida, contra empresas estadunidenses que directa o indirectamente trasladaron sus procesos productivos a México. La industria automotriz es el ejemplo más emblemático porque, si bien hay una potente industria mexicana de proveedores, no existe una sola compañía nacional que diseñe y comercialice automóviles, como tampoco hay compañías locales relevantes de computadoras o televisores.
Como indicó Ebrard, el principal exportador de México a Estados Unidos es General Motors, por lo que las empresas del otro lado del río Bravo resentirán tanto como las del sur la afectación de la guerra comercial.
Tampoco puede omitirse que en el rubro de los bienes agrícolas es Estados Unidos el que abusa de México, del que obtiene totalmente gratis el agua contenida en berries, aguacates, carnes, cervezas, tequilas y otros artículos naturales o procesados.
En suma, México, Canadá, China y otras naciones se encuentran bajo ataque no por algo que hayan hecho, sino por las estrategias propagandísticas y la ignorancia de la persona que ocupa la Casa Blanca. La unidad nacional, las alianzas internacionales y la cabeza fría se perfilan como las mejores herramientas para minimizar los daños de este embate.