ras la simbiosis negativa que representó la alianza del bloque opositor, el saldo de su derrota dejó además de una baja –el Partido de la Revolución Democrática–, a sus secuaces, los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN), pulverizados, divididos y aún más a la deriva de lo que ya estaban. Mucho, demasiado, queda a deber la oposición no solamente a sus militantes, sino también a detractores y al país en general, debido a que, como siempre y en toda nación, la oposición es absolutamente necesaria para el correcto funcionamiento de una democracia, es precisamente en la oposición donde radica la responsabilidad de inspeccionar al gobierno y ser un contrapeso serio, el presentar alternativas y fomentar el diálogo, nada más democrático que ello.
No ha entendido la oposición que de nada sirve cambiar de colores o esconder logos y siglas nada más. Su disfraz no engaña a nadie más que a ellos mismos mientras se niegan a reconocer con seriedad que sus fracasos en las urnas resultan del fracaso de lo que equivocadamente llama proyecto cuando sólo es ambición. Para volver a ser gobierno tendría primero que convertirse en una oposición que asuma el papel de ser actor político coherente y honesto que abone a la vida política del país. Para lograrlo tendría que dejar de entorpecer o torpedear acciones o programas de gobierno con la única intención de sabotear a su rival político o beneficiar intereses ajenos a los soberanos. Debería proponer alternativas que construyan, y sólo criticar cuando sea edificante. Hacer más política y menos politiquería. Necesita tener proyecto en lugar de demagogia.
No sorprende que la organización política que usurpó el nombre del PRD haya quedado sin registro al no haber alcanzado 3 por ciento de los votos en la elección federal. Aquel partido llamado de la Revolución Democrática, referente de las izquierdas y surgido del Frente Democrático Nacional tras el fraude electoral de 1988, fue víctima de viejas inercias priístas infiltradas en sus filas con las que se formaron grupos –o tribus– endogámicos que llevaron a la organización política a tener a su peor enemigo dentro de su propia militancia. Aquel hueso tan deseado por la jauría posrevolucionaria que enterró la lucha de inicios del siglo XX en México para satisfacer su sed de poder, se manifestó en el PRD aventando sillazos para conseguir una candidatura por el partido también llamado del sol azteca.
En 2015, después de tanto sol, la Ciudad de México se puso Morena y con ello el PRD recibió su primer aviso de desahucio, pero no hizo caso. Tres años después, aquel partido que en su momento aglomeró a las izquierdas levantó la mano de Ricardo Anaya para convertirlo, a través de una alianza con la derecha, en su candidato a la Presidencia. Seis años después, ya en agonía, volvió a atentar contra sus bases fundacionales y traicionar su ideología al unirse, nuevamente, al PAN y al PRI para postular a Xóchitl Gálvez. Hoy sus exequias se llevan a cabo en el panteón de la soledad, en la plaza del retiro, donde se colocan, a lo mucho, un par de mesas chicas para que su todavía militancia tenga suficiente espacio para estar cómoda; sillas seguramente no habrá para evitar que se las arrojen entre ellos mismos.
Mientras, el PAN sufre en su interior un movimiento disidente a la dirigencia, una desavenencia encabezada por ex gobernadores, legisladores y parte de su cada vez más íntima militancia que exige regresar a los principios fundacionales propuestos por Manuel Gómez Morín, remover a Marko Cortés del liderazgo nacional, y convocar a un replanteamiento general. Por su parte, el PRI parece apostar por continuar exactamente igual, repetir su dirigencia, apostar por prerrogativas y curules o escaños en el Legislativo, y aguantar en la medida de lo posible una diáspora que enflaca cada vez más a un viejo dinosaurio que resiste por subsistir.
Si algo sigue compartiendo el agonizante bloque opositor es el desmarque, y hasta bronca, que trae con quien hasta apenas 17 días era su candidata a la Presidencia, Xóchitl Gálvez, quien ya acusó a Marko Cortés de haberle gritado –aunque extrañamente
no lo ha denunciado por violencia política en razón de género– el día de la elección, mientras los dirigentes del PRI y el PRD ni se inmutaron.
Vendrá, dicen, el intento por crear un nuevo partido que capitalice el color rosa con el que un grupo político escondió los colores de los tres partidos más repudiados de México para tomarle el pelo a miles de ciudadanos que no están de acuerdo con la Cuarta Transformación y buscan, desesperadamente, una oposición que los represente. Hasta donde se puede observar, ese intento carece de lo mínimo esencial, proyecto, y aunque lo nombre como la rosa de Guadalupe
, seguirá siendo la de Acosta Naranjo y los mismos que fallaron siendo gobierno y no saben ser oposición.