Editorial
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Basura electoral: un mal innecesario
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l miércoles pasado concluyó el periodo oficial de campañas electorales e inició la conocida veda, el lapso en que debe acallarse la propaganda de todos los contendientes y sus seguidores con el fin de dar paso a la reflexión personal sobre el sentido del voto. Sin embargo, cualquiera que sea el resultado que arrojen las urnas, el proceso que culmina mañana dejará un rastro duradero en México y, de cierto modo, en todo el planeta; un rastro que permanecerá con nosotros y las próximas generaciones durante alrededor de un milenio: los millones de pendones, espectaculares, lonas y otros materiales publicitarios hechos de plástico que desde el primer minuto del jueves pasaron a ser simplemente basura.

Sólo en la Ciudad de México, se estima que las campañas produjeron 30 mil toneladas de desechos plásticos, una cifra alarmante en sí misma, y más si se considera que representa el doble de lo generado tres años antes, en los comicios de 2021. Una organización que monitorea esta forma de contaminación señala que todavía la semana pasada podían verse cuadrillas instalando pendones, y todos los ciudadanos constataron e incluso padecieron la ubicuidad de los elementos propagandísticos, que no sólo se colocaron en prácticamente cada calle de la capital, sino uno tras otro, separados por unos pocos metros y hasta encimados o encadenados como si se tratase de mosaicos .

Este fenómeno, que se repite cada tres años, mueve a una serie de observaciones en torno al modelo electoral vigente. De entrada, es chocante que se permita semejante derroche en tiempos en que existe plena conciencia acerca de los problemas ambientales causados por los polímeros sintéticos que, por su estructura química, tardan cientos de años en degradarse y, mientras tanto, se descomponen en micropartículas que se introducen en los organismos vivos, con efectos para la salud que apenas comienzan a estudiarse. El hecho de que la ley obligue a usar plásticos reciclables atenúa muy poco el daño: nadie verifica que la publicidad cumpla con dicho requisito y, además, que un producto sea reciclable no es ninguna garantía de que realmente vaya a ser reciclado.

Su eficacia también se encuentra en entredicho, pues resulta absurdo plantear que la ciudadanía decide su voto con base en el número de veces que se vio obligada a contemplar el rostro de un aspirante. Lo que es peor: si resultara que la repetición de un mensaje basta para inclinar las preferencias de los electores, habría de denunciarse una grave distorsión a la democracia y a la voluntad popular. En tal escenario, la deliberación, la reflexión, el análisis y el intercambio de ideas que son la esencia de una vida política libre (es decir, de una toma de decisiones en común acerca de los asuntos públicos) serían suplantados por el músculo financiero y logístico de quien puso su cara más veces en las calles.

Por último, es cuestionable la insistencia en una modalidad publicitaria que se traduce en contaminación visual y ambiental en un momento en que las plataformas digitales cobran un protagonismo cada día mayor como vehículos de información y socialización entre todas las generaciones, con especial énfasis en los jóvenes. Si los estudios disponibles apuntan a que la gente se informa, debate y posiciona a través de sus teléfonos inteligentes, resulta más difícil justificar la polución perpetrada en nombre de la democracia. En suma, organismos electorales, partidos, autoridades y sociedad tendrían que sentarse a diseñar una forma de hacer campañas que impulse en vez de socavar los valores en que se funda la democracia, y la eliminación de la basura electoral sería un excelente paso en ese camino.