Editorial
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EU en Asia: jugar con fuego
E

n el marco de la Cumbre de Seguridad Asiática organizada por el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS, por sus siglas en inglés), el secretario de Seguridad de Estados Unidos, Lloyd Austin, aseguró que las maniobras de su país para ahondar las discordias en la región de Asia-Pacífico representan una nueva era de seguridad. Pekín respondió a los intentos de aislarla y confrontarla con sus vecinos denunciando que Washington intenta crear una versión de la OTAN en Asia para mantener la hegemonía que impuso desde el final de la Segunda Guerra Mundial, hace ocho décadas.

Los hechos respaldan los señalamientos chinos: la superpotencia ha creado pequeños grupos que priorizan el interés estadunidense, como el Aukus (junto al Reino Unido y Australia) y el Quad (con Japón, Australia e India), además de mantener un tratado de defensa mutua con Filipinas, absurdo en tanto este país nada podría aportar a las capacidades militares de Washington. En realidad, la noción misma de seguridad que los recientes inquilinos de la Casa Blanca sostienen en Asia, las alianzas tejidas allí y pactos como el firmado con Manila forman parte de la estrategia con la que Estados Unidos intenta impedir que China lo sobrepase como el primer poder bélico, económico, diplomático y financiero del planeta.

En este esfuerzo, Washington atiza las rivalidades históricas y las disputas fronterizas que Pekín mantiene en sus límites terrestres y marítimos, en particular las relacionadas con la demarcación de las aguas territoriales del mar de China Meridional. El mayor peligro deriva de la injerencia permanente en los asuntos internos de la potencia asiática en la provincia separatista de Taiwán. Allí, Estados Unidos lleva adelante un demencial juego en el que no reconoce la existencia de Taiwán como Estado, pero le vende armamento de forma indiscriminada, realiza ejercicios militares conjuntos con las tropas de Taipéi e incluso despliega a sus fuerzas armadas en zonas controladas por los taiwaneses a sólo 3 kilómetros de China continental. Para dimensionar el nivel de esta provocación, basta con imaginar lo que sucedería si el ejército chino se plantara a esa distancia de territorio estadunidense.

Washington sabe que sus intentos de asfixiar a su máximo competidor crean el riesgo de una escalada indeseable, pero cínicamente culpa de ello a Pekín: el Departamento de Estado reclama que el comportamiento agresivo e irresponsable de la Armada china vuelve cuestión de tiempo que ocurra un incidente o un accidente grave entre las fuerzas armadas que recorren la zona, sin mencionar que sus embarcaciones de guerra nada tienen que hacer a miles de millas de sus fronteras, a las puertas de China.

Más allá del pulso entre la superpotencia del siglo XX y el rival que le pisa los talones, de las virtudes y defectos de cada Estado y de quién lleva razón en los diferendos que los contraponen, lo cierto es que el empecinamiento de Washington en prolongar su control imperial impacta de manera negativa en su propia sociedad y en las de todo el planeta. Por mencionar sólo un ejemplo, cabe preguntarse qué porcentaje de la inflación que ha desequilibrado la economía mundial y empobrecido a millones de personas se explica por las sanciones y aranceles ilegales impuestos por Estados Unidos a Rusia, China y otros países. En vez de obstinarse en imponer su voluntad al resto del mundo, Estados Unidos haría bien en arreglar sus propios problemas, como la muy deficiente institucionalidad democrática de la que se ha dado cuenta en este espacio.