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Diario del rodaje de 499. En busca del pasado presente/3

El documental recorre la ruta de Cortés por 7 estados en una gira de proyecciones acompañadas de conversatorios

Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Sábado 7 de agosto de 2021, p. a11

10. Subimos a la Sierra Madre por la invitación de un poeta nahua llamado Sixto Cabrera, que desde el primer contacto que tuvimos me cayó a todo dar. Es un tipo dicharachero, lanzado, con un sentido del humor socarrón y mordaz, de la mano de una sagacidad que sólo tienen los mejores escritores, aquellos que saben observar el trasfondo de las cosas. Nos recibió en su casa con una comida exquisita, incluyendo un caldo de frijol molido y hoja santa que se quedó grabado en mi paladar. Su pueblo de Soledad Atzompa está encaramado sobre el espinazo de una cordillera, con una densa falda de nubes que nada hasta el horizonte. Es un lugar en el que desaparece la percepción cuadricular de las grandes manchas urbanas y se impone otra forma de ser, otro tiempo. Esta vibra se percibe en la obra de Sixto, llena de imágenes nítidas que van encajando como joyas de verso en verso, poemas repletos de personajes que reconectan con su universo, resistiendo las fisuras del cambio que se impone desde fuera. Él me dejó claro desde el principio que no quería dar una entrevista, no quería meterse a analizar la realidad de su comunidad desde una perspectiva crítica llena de datos y factores sociales. Al contrario, él quería hablar con pura poesía. Nos pusimos de acuerdo con los puntos básicos del guion. La policía comunitaria, autónoma y controlada por el pueblo, iba a apresar al conquistador, y el poeta tendría que decidir qué hacer con él.

El conquistador se pasó el día derrapándose por las laderas enlodadas de los cerros, corriendo en fuga con su armadura entre los pinos, recubierto por un manto de lluvia fina. En los descansos Edu liaba cigarrillos de tabaco puro, convidando a los policías entre risas y fotos. Nos despedimos entusiasmados, encariñados con el pueblo y con varias copias del poemario de Sixto bajo el brazo.

A menudo desde el mundo mestizo pensamos en las comunidades indígenas como un todo homogéneo, sin distinción. Esta mirada indiferente es el primer paso hacia al olvido, machacando y presionando para que se mezclen los pueblos originarios con la modernidad. En realidad, este empujón constante es clave para decir: bórrense, piérdanse entre nosotros. Jamás reconocemos que el tipo de cambio siempre será desigual, que los exiliados de su pueblo tendrán que ocupar los lugares más bajos de la pirámide social. Pienso en todo esto y en los poemas de Sixto, en su resistencia hermosa desde su casa en la montaña, su poesía oblicua y cristalina, llena de tenacidad, rescatando imágenes de la sierra dentro de su compromiso con el idioma nahua. Perdemos todos al no abrirnos a los universos de otras lenguas, al no dejarnos conmover por su canto, al no arriesgarnos a conectar con otra cosmovisión.

11. Perote y Cuetzalan. Desde Soledad bajamos a la costa de nuevo, para luego subir otra vez a la sierra, ahora por Xalapa. Ahí disfrutamos una carne asada, cortesía de la familia del buen Beto, un momento de relax en un viaje que ya nos iba cobrando factura.

La mañana siguiente subimos al Cofre de Perote, con la camioneta arrastrándose hasta que se rindió cerca de los 3 mil 500 metros, protestando con un chorro de burbujas de gasolina que se escapaban del tanque a borbotones. Ni modo, tendríamos que subir el resto a pata, con todo el equipo a cuestas. Algunos de nosotros no nos vimos afectados por la altura, mientras que otros caminaban como borrachos, bajo el sopor inesperado de miles de metros que ponían a prueba algún secreto de la genética. Llegando a la cima, vislumbramos unos lagos de gran altura espejeando bajo el sol que caía a plomo por el aire tenue. De repente, en lontananza, se despejó un manojo de nubes para revelar por tan sólo un instante, la cumbre blanca y límpida del Citlaltépetl, el punto más alto de México.

En 1519, Cortés, acompañado de sus primeros aliados, subió por Perote, dejando testimonio de una vista incomparable que llegaba hasta el Popocatépetl y las fronteras esmaltadas del Valle de Anáhuac. Según las crónicas, muchos de los tlamemes, o cargadores esclavos que llevaban los fardos, se murieron por el cambio de altura. En su avanzada los españoles se fueron topando con emisarios de Moctezuma, que ya no sabían cómo hacerle para disuadir a los españoles de su camino a Tenochtitlan. Aquí la leyenda se entreteje sin pudor con los hechos. Es muy seductor caer en la narrativa de que Cortés encarnaba el mito del regreso de Quetzalcóatl, el dios exiliado y barbudo que juró volver, justo en el año Ce Acatl (uno caña), también conocido como 1519. Pero es inverosímil creer que una sociedad tan sofisticada como los mexicas, con una capacidad de construcción y administración imperial tan tremenda, hubiera creído que en verdad estaba luchando contra los dioses. Sin embargo, este mito seductor perdura, haciendo mella en la historia.

Bajando Perote, agotados por la altura, nos detuvimos a cenar en un pueblo de traileros, en un restaurante español, anacrónico y delicioso. Recuerdo un brindis y un entusiasmo por el proyecto que por fin se sentía que iba cuajando. No hay nada como la hermandad del rodaje, del propósito compartido. Brindamos con vino tinto de Don Simón y decidimos seguirle hasta Cuetzalan, sin importar la noche, en lugar de quedarnos varados en ese sitio que no pintaba muy seguro. Entramos a Cuetzalan ya pasada la medianoche, navegando calles empedradas y edificios bañados por la luz plateada de la luna, hasta que dimos con nuestro hotel. Al día siguiente declaramos medio día libre y la banda se fue de paseo a unas cascadas. Mientras tanto, yo preparaba el rodaje de la tarde junto con Jorge, nuestro contacto local, un joven abogado de la comunidad nahua a quien conocimos gracias al cineasta Hatuey Viveros. Cuetzalan es parte del circuito de pueblos mágicos, y en verdad se merece el apelativo. Encaramado en las montañas, rodeado de un bosque bellísimo y lleno de tradición, su mayor fama, aparte de su arquitectura, son los voladores.

Los voladores que aceptaron participar eran del pueblo vecino de San Miguel, orgullosos y con una estampa fabulosa, trajeados de terciopelo rojo. El párroco de la iglesia que mira la plaza principal, donde está empotrado el palo gigantesco en el que iban a volar los compañeros, nos dio permiso de subir a la torre y fotografiar el ritual desde un enorme ojo de buey. Subieron los danzantes hasta el cuadril en la cima, y con cada metro subía el vértigo entre nosotros en el crew. Muchos acabamos con las tripas hechas un nudo mientras el conquistador observaba el ritual, una ofrenda de confianza ante el abismo, pasmado, al límite de sus sentidos.

En los textos de los cronistas de la época, destaca una ignorancia profunda del significado de las ceremonias que presenciaron. De la mano de esta falta de conocimiento, alcanzo a entrever unas ganas de comprender, pequeñas, muy burdas y altaneras, pero que conservan la huella del asombro y la sorpresa. Siento que esta contradicción sigue ahí, hasta el día de hoy, en la torpeza kitsch con la que gran parte de la sociedad mexicana nos acercamos al mundo indígena.