uando ya no se sabe, lo menos que se puede hacer por uno mismo es cultivar algún tipo de paranoia ilustrada. Eso hice cuando el Presidente de la República y algunos representantes del mundo empresarial nos informaron de sus planes y proyectos de inversión para impulsar la recuperación económica.
Lo primero que uno debería hacer es contrastar esas cifras con el tamaño de la inversión bruta fija, con el producto interno bruto, su relación con la magnitud y el crecimiento de la formación de capital. Una vez hecho esto, aunque sea con cargo a cálculos rancheros y correlaciones, uno puede felicitar al gobierno y a los capitanes de la empresa y felicitarse por lo que podría anunciar una recuperación venturosa. O, también, no hacerlo, porque sin estar mal lo prometido, por sí mismo, es del todo insuficiente no sólo para sacar al animal económico de su pasmo, sino para dar sentido a la conversación entre el Estado y el capital que, como pocas veces en nuestra historia, se requiere para sanear una maquinaria de producción de bienes, mercancías, ganancias y servicios que está mal acostumbrada a una vida latente, lo peor que puede pasarle a una sociedad articulada por la producción mercantil y, en general, por las señales de eso que llamamos el mercado.
Lo anterior quizá no nos guste, pero lo que no se puede hacer es negarla como realidad y contexto donde se aprueban y rechazan acciones, omisiones, planes y hasta deseos del poder público constituido, los poderes de hecho y del capital y otras interpelaciones de la sociedad organizada y no.
Exigir al gobierno que no soslaye estas señales no implica pedirle rendición; por el contrario, que se apreste a dar la pelea lo mejor informado e ilustrado que se pueda. No más, pero tampoco menos.
Partir de los hechos duros y de los que nos lega la experiencia no es un ejercicio baladí, sino punto de partida obligado de una estrategia dirigida a enfrentar la recesión y poner a la crisis en dirección de salida. Se trata de propiciar la degradación de la recesión económica como acaba de ocurrir con el huracán Delta.
Pocos afrontaron la amenaza natural bajo la hipótesis de que el huracán perdería fuerza pronto. Más bien lo contrario. La movilización organizada para evacuar a turistas y lugareños fue eficaz y no pienso que alguien vaya a quejarse a la Comisión de Derechos Humanos por el desenlace del huracán. Ojalá y pudiéramos decir lo mismo de lo que se ha convertido para nosotros en una tormenta perfecta.
Nadie niega los primeros barruntos de recuperación en el empleo, el consumo o la inversión. Similar reconocimiento habría que pedir al gobierno ante la lentitud de estas reactivaciones y lo azaroso que se ha vuelto el mercado internacional que más nos atañe y tiene su epicentro en Estados Unidos.
No hay en ese entorno signos de aliento, sino señales descoordinadas de recaída económica y rumores de renovadas embestidas naturales. La conversión americana a país bananero
sólo pueden celebrarla los tontos; quienes pretendan lidiar con nuevas contingencias, muchas inéditas, deben asumir que no hay recetas que funcionen sin pasar por alguna mutación de la farmacopea.
La coyuntura es peligrosa y puede mutar hacia algo peor; de Carstens a Herrera, las ho-milías financieras confluyen en un registro cuidadoso de variables y tendencias ominosas. “La crisis –dice el banquero de los bancos– ha durado más de lo esperado y durará más… llegará un momento en el que la acción gubernamental no pueda prevenir el incremento de bancarrota” ( La Jornada, 08/10/2020, p. 25). El Fondo, el BM o la OCDE lo corean, pero eso no tiene nada de conspirativo.
La circunstancia económica se ha mezclado con la sanitaria y no saldremos de la primera sin domar la segunda. No hay registro alguno de que una doble pesadilla como ésta haya sido exorcizada sin actuar racionalmente sobre y contra ella. Más bien lo contrario.
Nada ganaremos soslayando estas historias, que deberían servirnos para imaginar algún futuro mejor. Tampoco avanzaremos al pretender no oír las destempladas señales del mercado y la economía que recuerdan los llamados de la selva.
No se trata de un regreso a la jungla, pero tampoco creer haber tocado un fondo imaginario, repleto de voluntarismo juvenil.