a política democrática, la que nos refiere a la deliberación y confrontación de visiones y programas de acción sobre la realidad, entró en receso desde el martes pasado, cuando el Presidente inventó un conflicto fundamental que de principio a fin cierra toda posibilidad de despliegue a un ejercicio democrático propiamente dicho. El encierro brincó el cerco sanitario y se ha convertido en amenaza que afecta con contagiar más nuestros entendimientos y poner en peligro nuestras capacidades de comprensión de una coyuntura tenebrosa, que cada día marca con hierro el mapa de nuestras posibilidades futuras.
Al Covid-19 se han agregado dos patógenos que vulneran nuestros desconciertos que, de cotidianos, han pasado a ser históricos. De uno, hace algunas semanas advertí y le llamé Razona Virus, alertando sobre sus efectos nocivos en la política económica y, en especial, sobre el tema crucial del tamaño y la estructura del gasto público y la manera de financiarlo.
El Presidente impuso todo su peso en favor de una vernácula versión de la consolidación fiscal
que tiene como enemigo principal el déficit primario y el endeudamiento. Y se acabó lo que no había empezado.
El necesario diálogo entre el gobierno y los empresarios organizados quedó en suspenso, pero lo que continuó sin mayores consideraciones fue la política fiscal diseñada y aprobada para este año, meses antes de que explotara la pandemia. Un gasto menor al que reclama la emergencia, para defender la salud y salir al paso de una depresión mayor, no puede sino agravar la situación sanitaria, en particular de los más pobres y vulnerables, y poner a la economía en el desfiladero que lleva al desplome.
Para ninguno de estos escenarios estamos preparados, pero la circunstancia se ha tornado tan ominosa que no hay lugar para ningún Casandra. La suerte está echada y la intervención mayor del Estado ha sido puesta entre paréntesis.
Sin preámbulo alguno pasamos del reino del Razona Virus al de la bobería convertida en virus letal para los tejidos básicos de la interlocución, crucial para toda deliberación democrática. Las llamadas binarias al conmigo o contra mí
, además de regresivas y fantasiosas, deforman cualquier discurso, incluido el del poder, y sofocan intercambios sobre la economía cuya cancelación puede ser mortal, tanto o más que la que trae consigo la pandemia.
No deberíamos quedar congelados en una discusión elemental sobre la conveniencia del endeudamiento público. Es algo que debe hacerse ya, cuidando que los orígenes y usos de dicho endeudamiento sean los adecuados. No tiene por qué ser endeudamiento externo, pero antes de decidirlo y presumirlo, el gobierno tendría que explicarnos por qué no usa la línea de crédito que tiene contratada con el FMI, apetitosa y barata y, se supone, que libre de las nefastas restricciones del pasado. Lo que importa es lo que sigue o debe seguir.
Tampoco hay aquí mucha ciencia, pero sí la necesidad de tomar decisiones cuyos frutos dependen en gran medida del grado de cooperación que pueda darse entre los poderes públicos constituidos y los intereses económicos y empresariales, en los que ha recaído la mayor parte de las decisiones de inversión. Sin un convenio para reformar la estructura fiscal, a partir de principios acordados en un contexto deliberativo como el que podría ofrecer una Convención Hacendaria, será mayor la pérdida de las capacidades institucionales del Estado, mayor el deterioro de las infraestructuras sociales, en la salud, la educación y la asistencia y, fatalmente, de una inversión pública de por sí reducida a su mínima expresión desde hace años.
El panorama que tenemos es desolador. Exige enfrentarlo con actitudes y formatos alejados de los “ complós” que el Presidente desenterró el martes, al rendir homenaje a la zoología fantástica, mandarnos a releer el Libro de la Selva, recordar a la inolvidable Kaa y hacer de La Boa jarabe nacional.
Al mal tiempo, buena cara, de acuerdo…Pero no hay que abusar.