Del conocimiento
o humano empezó a construirse cuando primates ancestros, que masticaban raíces para extraer sus jugos nutrientes y escupían los bagazos indigeribles empezaron a usar el pulgar y el índice para pelar las cortezas terrosas no comestibles. Tal vez fue uno o una quien descubrió esta técnica, siendo imitado por toda la bandada, o fue un invento simultáneo, como sea, en esta práctica, y muchas otras similares inventadas a medida que el medio natural las exigía, para asegurar la supervivencia individual, de la comunidad y finalmente de la especie, se fue construyendo el ser humano que somos.
Pues fue justamente la necesidad de alimentarse lo que desarrolló la fisiología y el cerebro; es decir, las características anatómicas y funcionales del cuerpo, los cinco sentidos y la capacidad de representarse mentalmente lo ausente y prefigurar el tiempo. Idea que puede ilustrarse así: porque conocí el sabor y aroma de un alimento grato, lo recuerdo, lo busco y trato de reproducir la experiencia, luego imagino de qué manera sería más sabroso o más rendidor, con qué otros sabores y texturas de los que conozco iría bien, cómo puedo preservar los aromas que preceden al gusto, cómo hacer que el momento de comerlo sea un placer multiplicado… O sea, el proceso que dio origen a las cocinas del mundo a través de la Historia.
Las desviaciones criminales de este proceso cognitivo, gustativo y creativo, no se han dado a causa de periodos de carencias por catástrofes naturales, al contrario: la necesidad provoca nuevas soluciones, encontrando en la naturaleza nuevos ingredientes y técnicas para alimentarse. En cambio, lo que ha degradado todo el proceso alimenticio, desde la producción de los insumos hasta el nulo valor nutricional de los productos, ha sido la conversión del derecho humano a alimentarse en esta premisa del mercado: como todo mundo necesita comer y beber, el mejor negocio es convertir comida y bebida en mercancías, producidas al menor costo con el mayor margen de ganancia, invirtiendo en ilusiones en vez de nutrientes, con sabores, olores y texturas adictivos, y con mensajes visuales que autovaloren al consumidor. Estrategia que reúne semillas mejoradas, fertilizantes, plaguicidas y mercadotecnia, con la desvalorización de la comida tradicional y popular, subrayada por el surgimiento de una autodenominada gastronomía local a cargo de chefs masculinos, perfectamente integrados al sistema de la ganancia con el usufructo de la marca centenaria de las cocinas. En nuestro caso, México.
La resistencia de nuestros pueblos campesinos, indígenas o no, productores de milpa (sí, lectores, otra vez la milpa) habrá sido inútil si permitimos que nutriólogos sabihondos asimilen los antojitos mexicanos a la chatarra industrial, que los apoyos al campo sean fertilizantes e insecticidas y se cambie el uso de suelo milpero por árboles, aunque sean frutales y maderables, porque éstos pueden convivir en los policultivos. Sí, acompañemos la resiliencia. Pero lo vital es luchar por la resistencia, porque no se trata de reaprender, sino de salvaguardar el conocimiento milenario.