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La defensa de la ofensa
L

as tormentas fiscales son como huracanes. Recogen y mezclan de manera explosiva añejos y enraizados intereses, en cuyo ojo aparecen siempre la propiedad y su usufructo. No sólo se trata de un asunto de porcentajes o de nuevos impuestos, sino de la definición clara del interés público; más cuando se interpreta desde un discurso de justicia social que busca configurarse como proclama transformadora. En esta perspectiva, el tema de la riqueza no puede eludirse.

Ninguna ley obliga a gravar la riqueza, noción siempre esquiva, pero tampoco hay mandato divino que impida tocarla y volverla objeto de la política económica y social y por ende de la política fiscal, de los impuestos y los gastos. Negarse a abordar esta cuestión es cerrar los ojos a lo que ocurre, se intenta y estudia en el mundo, donde la desigualdad desbordada ha llevado a muchos a formular un reclamo de justicia social que hace mucho no se oía. El litigio puede posponerse, pero no su análisis y estudio, mucho menos el interés y la curiosidad intelectual y política por conocer su perfil, cuantía, naturaleza y veleidades.

El antecedente más cercano de esta defensa heroica de la propiedad se ubica, más que irónicamente, en el gobierno del presidente Peña Nieto, cuando su secretario de Hacienda logró modificaciones importantes en la legislación fiscal que redundaron en un incremento de la recaudación sin afectar la estructura y composición del IVA, caballito de batalla de muchos empresarios, abogados e ingenieros fiscales, quienes no estaban dispuestos a asumir la estructura de ingresos de la población y las implicaciones devastadoras que sobre el consumo mayoritario podría tener incrementar ese impuesto como lo reclamaban.

De forma marginal, con el pétalo de una rosa, se tocaron algunos privilegios, como la consolidación impositiva; la sagrada propiedad quedó incólume; se afirmó con timidez la potestad económica y, particularmente, fiscal del Estado. Es probable que, sin esa reforma, minimizada por muchos y satanizada por más, el país no hubiera podido sortear la crisis mayor que la caída de los precios petroleros imponía. De nueva cuenta quedó sin superarse la penuria fiscal del Estado mexicano; un trago amargo más pudo pasarse.

Muchos años antes, durante la presidencia del licenciado Luis Echeverría, se hicieron varios intentos de reformar el fisco, cuyos niveles y composición eran del todo incompatibles con el afán reformista de ese gobierno. Poco se logró, pero mucho se hizo evidente, por si hiciera falta, en el territorio sacrosanto del derecho natural a la propiedad absoluta. En algún escritorio de la subsecretaría de Ingresos de Hacienda se descubrió un borrador, en el que se hacia referencia a un impuesto patrimonial y … Troya ardió.

Todo quedó igual, pero nada cambió, contrariamente a la máxima del gato pardo, y el país se deslizó con naturalidad hacia remolinos y desequilibrios financieros mayores, internos y externos que anunciaron el arribo de una nueva y hostil época.

Ese gobierno y el que siguió pudieron corregir algunas fallas y adelantaron modernizaciones ineludibles, como el IVA o la coordinación fiscal, pero, sobre todo, echaron la casa por la ventana a partir de las revelaciones, se dice que pospuestas por largo tiempo, sobre nuestra riqueza petrolera. Todo esto, bajo el tifón modernizador del que emergería triunfante el nuevo paradigma de la geopolítica y la geoeconomía que en efecto transformaría ese mundo de ayer.

El mercado mundial inició su impetuosa marcha hacia su unificación y, más que liberación, libertinaje, pero, en su mayor parte, los países en desarrollo no fueron capaces de impulsar decisiones y proyectos dirigidos a fortalecer sus capacidades de adaptación al salvaje mundo que irrumpía. Optaron por el camino fácil: endeudamiento externo masivo, que los petrodólares auspiciaban, pero no por mutaciones estructurales ni en sus economías ni en sus Estados.

Poco o nada se hizo para nacionalizar la globalización y hacer que también trabajara para nosotros. El Estado en su conjunto hizo mutis y con él su espíritu desarrollista. Se renunció a hacer política económica internacional y la interna fue sometida a las durezas y simplezas de la ortodoxia estabilizadora, cuando la era de acumulación de capital y diversificación productiva batía tambores. El axioma clásico de la ortodoxia liberal, de que el que con leche se quema hasta al jocoque le sopla, se volvió mandamiento mayor, y lo público y, peor aún, su expansión, declarado pecado capital, castigo que conserva en sus manuales el nuevo catecismo para desarrollistas y populistas remisos.

La defensa de la propiedad, cuando se vuelve dogma de un credo intocable, puede trocarse en su contrario: en arrebatos irredentos que niegan una injusticia y exclusión cuyas magnitudes y profundidades deberían llevar a los dirigentes a configurar estrategias de alivio y superación, inimaginables sin un Estado robusto en lo fiscal. La embestida es contra las propuestas del diputado Ramírez Cuéllar, no en defensa del Inegi y su obligada autonomía.

Otra vez, los cruzados de siempre ven en todo intento de mejorar el fisco y volverlo presentable una amenaza de muerte patrimonial. Al final, no es la propiedad la que se defiende. Se trata de la defensa de la ofensa, política y social.

Tiempos oscuros y confusos de coordenadas políticas desfiguradas por la necedad. Qué vergüenza que desde la izquierda se condescienda con tanta majadería.