Domingo 24 de mayo de 2020, p. 8
En lo que se refiere a Tatiana Tibuleac he sido un entusiasta, lo confieso. Desde el momento en que leí las primeras líneas de El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, novela que la dio a conocer por Europa y que se publicó a principios de 2019, quedé ahí, atrapado para siempre. Por eso, saber que se ha reimprimido por cinco ocasiones en menos de un año es una noticia que se recibe con alegría.
No recuerdo exactamente cuándo escuché por vez primera comentarios acerca de esa escritura dura y atormentada que me capturó de inmediato, pero seguramente fue durante los interminables paseos por alguna feria del libro, mientras me dejaba atrapar por alguna otra novedad. A menudo, uno intenta adivinar, a manera de juego, a quién puede pertenecer tal o cual manera de describir la vida, sin estridencias y sin poses: ese tipo de escritura en la que aparentemente nada es extraordinario y en la que las cosas sencillas se convierten en atemporales, o aquella delirante forma de narrar con rabia con la misma dosis de crudeza como de ternura. Seguramente de Tatiana Tibuleac (Moldavia, 1978), antes de saber de su existencia sobre la faz de la tierra y en el universo de las letras, uno podría jurar que su pluma se parecería a la de Philip Roth, Paul Auster o el mismo Orhan Pamuk. Sin embargo, hay algo más en esa escritura emocionalmente intrigante, una especie de comezón que pide a gritos que te rasques, cierta ironía que traicionaría cualquier guiño inocente con los anteriores.
Al principio del año pasado, la editorial Impedimenta, fundada por Enrique Redel y que se caracteriza por publicar obras de gran calidad, sacó al mercado la primera traducción al español de Tatiana Tibuleac, una novela escrita en dos meses en la que el primer acierto de la rumana es contundente. Cuenta una historia construida sobre una idea básica que atrae al lector por su premisa: para solucionar su persistente bloqueo creativo y por recomendación de su siquiatra, el reconocido y desequilibrado artista plástico, Aleksy, escribió sus memorias sobre el último verano que pasó junto a su madre antes de que ella muriera de cáncer.
Es imposible escribir sobre una idea que no se parezca a otra o a una docena de las que se hallan en el canon literario. Toda historia supone un hilo narrativo, una sucesión de hechos que desembocarán en un desenlace. Pero, en muchas ocasiones, lo mejor es reinventar todo orden, cada par de manías de ese raro par de protagonistas que la habitan, el conflicto que los aguarda a la vuelta de la esquina y que irremediablemente cambiará sus destinos. Así lo hace el protagonista de Tibuleac, quien, embriagado por los recuerdos, describió su niñez miserable marcada por la muerte de su hermana menor, el abandono de su padre y su internamiento en un centro psiquiátrico –a muy temprana edad– donde alimentó el odio áspero y profundo hacia su madre, el cual se transformó en una especie de amor disfuncional cuando, por aviso de la madre, Aleksy se enteró de que sería el último verano que pasarían juntos.
Es una novela brillante, emotiva, que habla del amor y la pérdida con un aire de carácter irónico que distinguen su escritura.
Leí El verano que mi madre tuvo los ojos verdes con el ánimo y la emoción que me producen las novelas de iniciación y cuando el culto por la autora ya ha conquistado a los lectores europeos. La razón de esto es que presenta una noción clara sobre el tema que trata y a quién se dirige. El tono que usa más el potencial dilema al que se enfrentan sus personajes y el tipo de personajes que son, resultan fáciles de entender y son atractivos.
Es una historia del dolor asociada al crecimiento; nos queda grabada porque crecer es el momento más doloroso de la vida. Son los momentos en los que nos volvemos más humanos y que dan pie a narraciones excelentes, conmovedoras y hasta hilarantes. Independientemente del enfoque Tatiana Tibuleac da a su narración, la historia va de cómo su protagonista comprende lentamente quién y qué es el monstruo al que se enfrenta. Es la historia de una victoria que se consigue cediendo ante una fuerza más poderosa que él con la ayuda de su madre.
Tan intrigante es el título de la novela, El verano que mi madre tuvo los ojos verdes como la ilustración de su portada, la pintura Prims del artista ucraniano Denis Sarazhin, un cuadro figurativo en el que hace una representación característica del cuerpo humano y sus movimientos, a través de pinceladas reconocibles pero integradas con suavidad en el conjunto. Sarazhin, quien ha conquistado el mundo del arte por las texturas y el dramatismo de sus pinturas; Tibuleac, sensación de las letras de Ucrania por lo realista de su escritura y por cierto aire clásico que se basa en circunstancias universales.
Apadrinada por Editorial Impedimenta para el mundo hispanoparlante, Tatiana Tibuleac se afianza como una de las narradoras más interesantes de Rumania y por la calidad de su obra no sería extraño ver su nombre figurar en futuros reconocimientos literarios.
Del total de su trabajo publicado, por ahora sólo es posible conseguir en español El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, pero en 2021 se espera la traducción a nuestro idioma de su segunda novela Jardín de vidrio, razón de más para seguir alimentando el entusiasmo por esta impactante y talentosa escritora.