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Mar de historias

La última noche

L

as residentes en el asilo con frecuencia vienen a comprarme hilos o estambre. Platicamos. Como los vecinos lo saben me preguntan si me han dicho algo. Sé por dónde van pero me hago pato y les pregunto a qué se refieren. ¿A qué más? A la fiesta que –se dice– ellas organizaron el pasado diciembre con dos galanes, al parecer bailarines que les dieron un show casi desnudos. Les aseguro que todo es puro cuento. Nunca he sabido mentir. Cuando lo hago se me enchueca la boca. Qué bueno que mis conocidos no lo han notado. De otro modo dirían que soy una embustera de marca.

I

La verdad es que sí hubo fiesta navideña en el asilo. Doña Fátima, orgullosa de haber sido la promotora, recuerda cada detalle de la aventura. Cuando viene a la sedería busco pretextos para que vuelva a contármelo todo: desde cómo se pusieron en contacto con Max y a Roy, los bailarines, hasta la despedida a las 10 de la noche. Por desgracia su entusiasmo y el de sus animadores se desbordó en el momento del adiós: con sus carcajadas y aplausos despertaron a Justo quien inmediatamente –sin importar la hora– llamó a Valles, el administrador, y lo puso al tanto de la infracción cometida por las señoritas.

Como era de esperarse, a la mañana fueron citadas en la dirección. Valles pidió detalles de la fiesta. Intentó romper el terco silen-cio de las acusadas con una promesa: no diría ni media palabra de lo ocurrido a los patro-nos ni a las vacacionistas. Que estuvieran tranquilas: por esta vez la falta, aunque gravísima, sería perdonada. Concluyó sonriente y con una advertencia: en caso de reincidencia no quedaba más alternativa que la expulsión.

II

Sé que a doña Fátima la enorgullece recordarlo y por eso le pregunto cómo se le ocurrió organizar la fiesta. Me cuenta que siempre, a mediados de diciembre, después de meses de no visitarlas, vienen las familias para llevarse a sus parientas asiladas a fin de que celebren las fiestas decembrinas en casa. El personal, excepto Justo, el velador, aprovecha para tomarse dos semanas de descanso. Nos traen comida de la fonda.

Fátima me dice que Idalia, Francisca, Concepción, Raquel y ella, al no tener parientes que las inviten, se quedan en el asilo desierto, tapizado de adornos navideños. Sin sus compañeras ni rutinas que seguir, los minutos se les vuelven de plomo. Pasan la mayor parte del tiempo en el salón de usos múltiples durmiendo o jugando a la lotería. A ratos conversan. Recuerdos, lamentaciones, miedos: todos iguales.

Su única celebración navideña es la comida que les brindan dos miembros del voluntariado que, para animarlas, les regalan sombreritos de cartón. El menú es siempre el mismo. Al final se hace un brindis –sidra mezclada con refresco de grosella– y se reparten los regalos, nada memorables.

III

Como siempre, el año pasado la comida terminó antes de las cuatro de la tarde. Para no aislarse desde tan temprano en sus módulos, las festejadas decidieron irse al salón de usos múltiples para una partida de lotería. En eso estaban cuando a Francisca se le ocurrió decir: Parece que fue ayer, pero ya pasó un año de que Lulú se nos fue. Pobrecita: no alcanzó la Nochebuena. El comentario provocó el llanto de Idalia: A lo mejor este diciembre tampoco llego al 24. Raquel sintió una molestia en un ojo y cuando abrió su polvera para verse dijo: No pensé que me vería tan ridícula con este sombrerito y se lo arrancó. Entre risas y burlas sus compañeras la secundaron.

A punto de repartir los cartones de la lotería, Concepción dijo que estaba harta de todo. Cada diciembre era lo mismo, empezando por la dichosa comidita. Idalia hizo una reflexión: tal vez este fuera el último diciembre para ella, o para alguna, o para todas. Por eso debían disfrutar experimentando con algo nuevo, emocionante, que las hiciera sentir mujeres.

¿Como qué?, preguntó Raquel escéptica. Idalia le dio una respuesta que las hizo reír: cualquier asunto que no tuviera nada que ver con el metamucil y las pastillas antigas. Se quedaron pensando unos minutos hasta que Idalia tuvo una idea: que nos hagan un show. Sólo doña Fátima suscribió la idea, pero a condición de que lo hicieran bailarines profesionales.

IV

Antes de que pudiera seguir explicándose tuvo que resistir un alud de preguntas, entre otras si ella tenía contacto con bailarines. Doña Fátima dijo que no, en cambio estaba segura de dónde encontrarlos, todo gracias a un pequeño descuido: el domingo anterior un visitante había dejado en una banca del jardín una tarjetita. Ella la tomó por si se trataba de alguna promoción con descuento. Ya en su cuarto, con los lentes puestos, vio en la cartulina la foto de dos jóvenes semidesnudos y sonrientes: Max y Roy: ¿Quieres una fiesta privada? Sólo marca al 044... Sin imaginar que un día iba a serle de gran utilidad, guardó la tarjeta.

¿En dónde?, gritaron sus compañeras al mismo tiempo. Doña Fátima no logró recordarlo pero de seguro la encontraría si ellas la ayudaban a buscarla. Después de largos minutos de rastreo, Raquel dio con la tarjeta y, en medio del silencio, la elevó como si se tratara de una reliquia o un trofeo. Resuelto el problema quedaba una incógnita: ¿quién llamaría a los bailarines? No hubo dudas: ya que la idea del show había sido de Fátima, a ella correspondía ser la negociadora.

Me ha dicho que le temblaban las manos cuando marcó al 044... pero se le quitó la temblorina al escuchar una voz grave y al mismo tiempo dulce: Soy Max: ¿en qué puedo servirte, corazón? Doña Fátima le contestó con otra pregunta: ¿Alguna vez han actuado en un asilo? Porque de eso se trata. Nosotras somos... Max le dijo que no eran necesarios los detalles. Con gusto prestarían sus servicios sin que ellas tuvieran que preocuparse por la música ni el vestuario o algunos juguetes... Ya en confianza doña Fátima le preguntó si era posible que llevaran también un botellita, por aquello de los nervios y el frío. Sí, claro. Eso también estaba incluido en el servicio: 500 pesos la sesión.

La fiesta que debía durar una hora se prolongó 30 minutos, lo que significó subida de tarifa. Las mujeres se declararon insolventes. Los bailarines aceptaron hacerles una rebaja por tratarse de abuelitas. Ya en el portón comenzó la despedida: aplausos, risas, carcajadas, agradecimientos. Todo habría resultado perfecto de no haber sido porque Justo, el velador, tiene el sueño muy ligero.