adie puede decir que carece de pasado. Unos se avergüenzan del propio, otros basan en él su orgullo, a otros les es indiferente, pero todos lo tenemos, al menos como ineludible hecho biológico. El presidente AMLO está fascinado por el pasado, el del país, ciertos héroes, los malos sucesos, sus actores y así se ata a sí mismo.
En ese sentido tendrá muy vivo el hecho de que está por inscribirse a sí mismo en el ayer al cumplir, dentro de menos de 40 días, su primer año de gobierno, lo cual significa un registro en los anales políticos de la nación. El Presidente se refiere frecuentemente al pasado, mas sólo a aquel que le acomoda. Del pasado próximo nunca va más allá de los neoliberales, entiéndase de Miguel de la Madrid hasta 2018.
Del pasado lejano le gusta exaltar a sus figuras básicas, pero sólo eso, no los desentraña. Él mismo es un ser críptico, inescrutable, legendario, que añora y asume viejas formas. Esencialmente es un ser extraño. Pasarán cinco años y pocos habrán descifrado el criptograma que encierra.
De su primer año en ejercicio, destacan sombras y destellos. De estos últimos el más humano es la revaluación del salario mínimo. El nuestro, a pesar del sustantivo aumento hecho recientemente, que lo llevó de 88 a 103 pesos y en la frontera norte a 177, sigue siendo el más bajo de toda América Latina y es a no dudarlo una de las raíces cáusticas de la pobreza de 40 millones de mexicanos, tanto como es el sustento de la riqueza de otros.
Su primer campanazo fue iniciar la cancelación del amasiato poder político/poder económico. La penosa sumisión del político a los intereses corporativos en materia de políticas públicas, decisiones administrativas, reformas legales y fallos judiciales está liquidada, aunque las batallas judiciales no hayan terminado.
El proceso de restaurar la primacía del poder público es una realidad en desarrollo, atacada, combatida por los dolientes e indispensable para el país. La otra acción meritoria es el inicio de la lucha contra la corrupción y ¡ojo!, anunció el 18 de julio que para diciembre la corrupción quedaría desarraigada
. Y él maneja su agenda de manera sugestiva.
Su mayor desatino es la inexplicable defensa de Manuel Bartlett. Nadie saludó su nombramiento. La rechifla empezó desde entonces. Parece que sólo AMLO ignora que Bartlett es el Peñón de Gibraltar de la vileza. En 60 años de vida política no fue capaz de consolidar amigos. Pregunten a quienes fueron sus jefes, compañeros o colaboradores. Este yerro presidencial, que va a terminar mal para ambos, moralmente es más impugnable que la violencia hiriente. A Bartlett lo eligió y defiende él, la violencia le fue heredada.
El otro tema socialmente delicado es el efecto del retraimiento de la economía. Es cierto que la paridad del peso y la inflación no alarman, pero la falta de inversión privada y un mayor vigor fiscal la tienen comprimida. Y algo que apenas se advierte en nuestra vida cívica y política es el auspicio presidencial a la presencia pública de religiones, aún en medios públicos, hecho abiertamente contradictorio con el laicismo como definición nacional. Se juega con valores históricos y se abren espacios a ímpetus que ya en etapas trágicas de la historia mostraron ser funestos. Todo ello a la sordina, encubriendo, engañando.
Ese es un poco del ayer y algo de lo de hoy. Pocos observadores se atreven a prefigurar el futuro. Muchos estruendosos auguran lo peor. Esta actitud ha estado presente siempre entre los sabios de café. Adorna ser pitoniso catastrofista, es fácil serlo y para sus actores, ser adivinador viste, engrandece, pero en lo real a nada sirve. Pensar seriamente en el futuro demanda responsabilidad, serenidad, experiencia y cultura cívica, por eso sus actores son selectos.
Para abordar el pensar en lo que habría de venir, hay que empezar por recordar loanhelado y ajustarlo al momento. Pensar en el país deseado y con realismo calcular posibilidades y comprometer esfuerzos. Pensar en la expresión actual de la patria prometida, aunque no en términos literarios sino más bien queriendo discurrir como un ser de Estado que tiene como precepto primario la honestidad. Debemos fundar el nuevo optimismo factible.
El evangelio de la prosperidad nacional no existe más, apelemos al de la justicia distributiva. Lamentablemente México no es ni será lo que imaginaron los héroes, de ahí la complejidad del intento y como para enfrentar todos los males, el primer paso es aceptar su existencia. No hay nada de escéptico ni pesimista en estas reflexiones, es una búsqueda de realismo a que obliga una madurez comprometida y aspirante.
Así, pasado y anhelos se conjugan, se condicionan, se vuelven parte irremediable de las realidades nacionales y reto para desentrañarlas, para saber su recíproca dependencia, su fuerza conjugada y lo que de ello puede esperarse.