echo trascendente, al calor del debate político, fue la propuesta de la desaparición de poderes en Tamaulipas, Guanajuato y Veracruz. Invocar la desaparición de poderes –prevista en la Constitución para casos excepcionales y graves– no es cosa menor. La última vez que se desaparecieron poderes en México, con la votación del Senado, fue en abril de 1975 en Hidalgo. Valga la síntesis de lo que entonces rodeó la desaparición de poderes, para dimensionar la profunda diferencia con el contexto político actual.
En 1969 llegó al poder en Hidalgo el líder más poderoso hasta ese momento, que haya tenido el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación: Manuel Sánchez Vite. Profesor de la Normal Rural Luis Villarreal El Mexe, llega a la gubernatura gracias al presidente Gustavo Díaz Ordaz, pero con una alianza política fuerte, con quien había sido oficial mayor de la SEP y a la postre, presidente de México: Luis Echeverría Álvarez.
La relación entre Echeverría y Sánchez Vite era la que soñaba todo político de la época: el originario de Molango tenía no sólo la amistad y el respeto de Echeverría –que en la elección de 1970 recibió el apoyo sin reservas del SNTE–, sino la coincidencia por grandes proyectos. Hábil y poderoso –ser líder del SNTE y gobernar un estado al mismo tiempo lo dicen todo–, Sánchez Vite tejió también una alianza inteligente y redituable con el entonces secretario de la Presidencia, antecedente de la Secretaría de Programación y Presupuesto, Cervantes del Río. Así, empezando la década de 1970 Sánchez Vite tenía control férreo del estado de Hidalgo y de cada pequeña decisión en el sindicato más grande de América Latina, contaba con la amistad del presidente y el apoyo de quien hacía fluir el presupuesto.
En la cúspide de ese poder, Echeverría invita a Sánchez Vite a presidir el PRI. Jugando al futuro con Cervantes del Río, lo cual parecía perfecto para la sucesión presidencial de 1976, cosa que desde el primer minuto advirtió e incomodó al otro aspirante visible a relevar a Echeverría: el secretario de Gobernación, Mario Moya.
A la carrera siempre afortunada de Sánchez Vite se le cruza una política pública que para algunos, a la distancia, podría resultar menor: limpiar a la Ciudad de México de los establos que, en pleno siglo XX, aún existían en el espacio urbano que aprisionan Palacio Nacional y San Lázaro. Echeverría apostó a un proyecto innovador: crear una cuenca lechera en el cercano Valle de Tizayuca. Para ello, se constituyen tierras y se decreta la veda de la explotación de las aguas del subsuelo del valle. Es así como se impone de manera vertical la vocación de la zona, a pesar de las advertencias técnicas de las que adolecía el proyecto de Tizayuca.
Confiado en su relación con Echeverría, su complicidad política de años y lo que representaba el magisterio, Sánchez Vite se opone a este proyecto generando un distanciamiento serio ni más ni menos que con el Presidente y casualmente deja la dirigencia del PRI.
De nuevo ya como gobernador, llegado el momento de la sucesión en Hidalgo, Sánchez Vite logra colocar ante Echeverría a Otoniel Miranda como candidato. Un presidente sabe qué nombre conviene al gobernador y Echeverría sabía un poco más. Dejó que Sánchez Vite hiciera de Miranda su sucesor. Vino la campaña, el triunfo y la asunción, a la que asistió Echeverría para cerrar heridas. A la fecha, el discurso del entonces nuevo gobernador debe estar en la historia política como uno de los retos más claros hechos a un presidente en funciones. En pocas palabras, la soberanía de Hidalgo se materializaba en sus recursos y la posición del estado frente a la Federación era clara: no acompañaría el proyecto planteado para Tizayuca.
El destino de Miranda como gobernador estaba marcado: 29 días después de ese discurso en el Senado se procesó la desaparición de poderes, tras días de violencia y descontrol en oficinas públicas. Llegado el límite legal para convocar elecciones, se nombra al senador Raúl Lozano gobernador interino. Meses después Jorge Rojo Lugo sería el contrapeso para Sánchez Vite como el nuevo candidato a gobernador y se precipita la asamblea del SNTE para destituir al ex gobernador y elegir a Carlos Jonguitud como nuevo líder. Fue así como se le hizo sentir todo el peso del águila. No sólo se desaparecieron los poderes en Hidalgo; en ese sistema hegemónico el poder presidencial borró de la vida política a quien había sido su aliado y pieza clave del sistema de la época.
A 44 años de distancia, México es otro. El presidente López Obrador hizo bien –igual que Ricardo Monreal y Olga Sánchez– en no hacer eco de las expresiones que pedían la desaparición de poderes en tres estados. No se trata de invocar la ley, sino entender lo que le ocurre a una sociedad, a un sistema democrático, cuando se opta por la última vía para recuperar gobernabilidad. La última vez que ocurrió, no se trató de un acto del Estado frente al desorden, sino de un acto de poder frente a la desobediencia.