l primer ministro en funciones de Israel, Benjamin Netanyahu, prometió ayer que si resulta triunfador en las elecciones del 17 de septiembre aplicará la soberanía israelí
–eufemismo para la anexión ilegal– en todos los asentamientos judíos en Cisjordania, que en conjunto suponen 66 por ciento de este territorio palestino. Sin embargo, matizó que por respeto a Donald Trump
únicamente hará efectiva de inmediato la anexión del valle del Jordán, y aplazará el resto de las acciones hasta que Washington presente su plan de paz para el conflicto israelí-palestino.
En la actualidad, el valle del Jordán, como la mayor parte de Cisjordania, se encuentra bajo el control efectivo de Israel, pero formalmente y de cara a la legalidad internacional pertenece a los territorios que por mandato de la Organización de las Naciones Unidas deberán integrar un eventual Estado palestino.
La oferta del mandatario de ultraderecha redita la que hizo apenas tres días antes de los comicios parlamentarios del 19 de abril, en los que, como sucede ahora, las encuestas le eran adversas. En aquella jornada electoral, el partido Likud, de Netanyahu, y sus aliados quedaron empatados con la coalición Azul y Blanco del ex general Benny Gantz, por lo que ninguno pudo formar gobierno y el premier fracasó en relegirse por cuarta ocasión.
Por lo dicho, resulta evidente que el posicionamiento del líder israelí es un lance electorero dirigido a atraerse el voto de la derecha sionista y en particular el de los 400 mil colonos asentados de manera ilegal en los territorios palestinos.
Pero, incluso si Netanyahu no tiene la intención real de hacer cumplir su amenaza, resulta imposible ignorarla, en tanto significa poner el último clavo en el ataúd del plan de dos estados respaldado por la comunidad internacional para garantizar la coexistencia pacífica de israelíes y palestinos.
En efecto, la anexión de porciones tan significativas de Cisjordania, de por sí afectada por los continuos robos territoriales de Tel Aviv, daría al traste con cualquier posibilidad de que Palestina sea reconocida como Estado.
Al daño contra el pueblo palestino debe sumarse que el plan de Netanyahu constituye una provocación mayúscula contra el conjunto de la comunidad árabe, un desafío de consecuencias ominosas, que podría llevar a una nueva escalada bélica en una región inestable que en este momento ya padece los efectos de diversos conflictos armados.
Está claro que la responsabilidad ante cualquier tragedia derivada de estas amenazas corresponderá, en primer lugar, a Netanyahu, quien parece dispuesto a incendiar toda la región para aferrarse al poder, pero también, y en no menor medida, al mandatario estadunidense, pues la agresividad alcanzada por el expansionismo israelí no se explica si no es por la disposición de Trump a agudizar –debido a sus propios afanes electoreros– la vergonzosa complicidad de Washington con el militarismo expansionista de Tel Aviv.