or medio de la pantalla de la televisión observé, hace unos días, cómo un aprendiz de reportero hostigaba a una joven, participante en la ya célebre marcha feminista que devino en actos violentos.
Altanero, aprovechándose del poder de la cámara y del micrófono, el informador acosaba. Arremetía con sus preguntas insidiosas para que ella admitiera que la protesta feminista era la única responsable de la violencia ocurrida días atrás durante la movilización de mujeres.
Pero la joven no se amedrentó. Pañuelo verde atado al cuello, símbolo de la expresión feminista de nuestros días, tronó ante el micrófono: “La culpa no es nuestra… el problema son los hombres”.
Coincidí plenamente con aquella respuesta. Me hizo pensar que muchos mexicanos tienen (acaso tenemos) una idea equivocada no sólo acerca de nuestro rol en los problemas que hoy enfrentamos como país, como sociedad y como género. Caí en la cuenta de nuestras muy particulares malformaciones, complejos, taras, vicios, idiosincrasia. De nuestro acendrado machismo.
La raíz de todo eso no está en el origen ni en la posición socioeconómica de los hombres. Lo mismo ocurre en las clases altas, que en las medias o entre los desfavorecidos. El problema es cultural, añejo, que corroe personalidades e influye en las estructuras sociales. La frialdad de la estadística es escalofriante; en México matan a 10 mujeres todos los días.
Las cifras reportadas por las fiscalías y las procuradurías estatales señalan que en los primeros siete meses de 2019 un total de 2 mil 173 mujeres fueron asesinadas. El dato contempla a las víctimas mujeres tanto de homicidios dolosos, como de feminicidios.
Según datos recientes del secretariado ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Púbica, entre enero y julio hubo mil 610 víctimas mujeres de homicidio doloso y 563 de feminicidios. Es brutal.
La violencia contra la mujer mexicana está siendo peor este año, pues creció 4.3 por ciento en comparación con el mismo periodo de 2018, en tanto que las denuncias por delitos sexuales aumentaron 20 por ciento.
Así, la imagen de la violencia ha permeado entre los mexicanos todos los días, desde hace más de una década, y se ha ensañado con varios segmentos de la sociedad, particularmente con las mujeres.
Ante la irrefutable y dramática realidad, los pasados gobiernos han quedado totalmente rebasados. Se han mostrado atónitos, paralizados frente a la brutalidad.
Entre los hombres mexicanos hay un problema enraizado que nos ha convertido también en un problema. En el problema
, mejor dicho. En el origen de un gravísimo mal cuyas vías de solución no alcanzan a vislumbrarse todavía. Pero el desafío es ineludible e impostergable.
La solución de fondo, en mi opinión, no está solamente en la creación de nuevos cuerpos policiacos ni en el endurecimiento de las leyes. Como lo demuestran los episodios recientes, la violencia de género se regodea en la impunidad. Lo que se requiere es dar un golpe de timón, un cambio cultural.
De alguna forma, los hombres mexicanos son (somos) tóxicos. No se concibe una mejoría, en tanto un hombre siga considerando a la mujer como un ser inferior, de su propiedad, a su servicio. Es eso exactamente lo que hay que cambiar.
Los mexicanos que hoy nacen y crecen deben ser inmunes al contagio de sus antepasados (nosotros). Las mexicanas que hoy nacen deben vivir en libertad y nunca más ser subyugadas.
Las luchas de las mujeres de hoy están plenamente justificadas. Deben ser valoradas, reconocidas y alentadas. Nunca más utilizadas por provocadores profesionales para llevar agua a su molino y mucho menos para intentar deslegitimarlas.
El mal está latente. Lo tenemos aquí. A cada momento. En las 10 mujeres asesinadas diariamente. No hay que buscarle más. El problema somos, en mayor o menor grado, nosotros. Es preciso erradicar esa subcultura, educar diferente, adiestrar o de plano, amaestrar a los hombres.