uando empecé a estudiar la migración en la década de los 80, una pregunta que de manera recurrente les hacía a los migrantes mexicanos en Estados Unidos era si en algún momento se habían sentido discriminados. Irremediablemente la respuesta era negativa; nuestros connacionales no se sentían discriminados.
Años después, al hacer la misma pregunta, a un mexicano migrante que trabajaba allá en un supermercado me respondió que sí, en ese momento sí reconocía haber sido discriminado, pero anteriormente no. Y me explicó algo evidente, cuando llegó a Estados Unidos no entendía inglés y sólo notaba que el jefe estaba molesto si levantaba la voz.
Ahora entiende lo que le dicen y reconoce que la discriminación racial es un asunto esencialmente verbal.
En el pasado su actitud era no hacer caso
, dejar pasar el asunto o responder con murmullos en español. Ahora tiene capacidad verbal y un vocabulario suficientemente amplio como para responder, pero también una determinación, se reconoce como migrante que acepta y asume vivir en Estados Unidos y defender sus derechos.
Derechos de que todos somos iguales, pero diferentes. En Estados Unidos, a diferencia de muchas otras naciones, existe un sistema clasificatorio racial, que es oficial, explícito y socialmente aceptado. El censo reconoce a cinco grandes grupos raciales: blancos, negros, indios americanos, asiáticos y hawaianos o de otras islas del Pacífico. Los hispano-latinos pueden ser de cualquier raza, pero en realidad son la primera minoría, después de la mayoría blanca.
Según el censo, la categoría de raza se refiere a algo socialmente aceptado, no necesariamente es genético, biológico o antropológico. A su vez, el término incluye elementos raciales, de origen nacional o sociocultural. Por ejemplo, el término WASP ( white anglo saxon protestant) que es una manera restrictiva para definir a los blancos, excluía a los católicos y los que provenían del sur de Europa. Los irlandeses no eran blancos, tampoco los italianos, españoles o portugueses. Pero finalmente fueron incluidos en él. Curiosamente fue la lucha por los derechos civiles, en la década del 60, la que amplió la categoría blanco, pero al mismo tiempo se distinguió de los otros, los llamados de color.
El sistema clasificatorio censal que se oficializa con el censo de 1970 argumenta que la clasificación racial es crucial para definir políticas públicas específicas con respecto a los derechos civiles, la igualdad de oportunidades, el acceso a empleo, educación y salud. Al mismo tiempo, sirve para la geografía electoral y la definición de distritos, que en la práctica es básicamente discriminatoria.
La diatriba de Trump en contra de las legisladoras de color
, que forman el llamado escuadrón
opositor, incluye a Alexandria Ocasio-Cortez, neoyorquina, puertorriqueña (latina); Ayanna Pressley, afroestadunidense'; Rashida Tlaib, hija de palestinos, musulmana, y a Ilhan Omar, nacida en Somalia, musulmana, refugiada y naturalizada estadunidense.
Todas ellas: afroamericanas, latinoamericanas, africanas y de Medio Oriente, todas juntas, fueron agredidas por Donald Trump como gente de color
, al decirles que se regresen a sus países, infestados de crimen.
Para el presidente Trump ser blanco o de color
es un destino manifiesto, que hoy se expresa políticamente como Make America white again y la defensa del supremacismo blanco.
En ese contexto, una manera de luchar contra el racismo implica no dejar pasar la violencia verbal, no aceptar que te digan que regreses a tu país de origen, no dejar de hablar español en público o cualquier otro idioma diferente al inglés, no permitir que otros agredan a personas por ser diferentes por sexo, raza, religión o nacionalidad.
Obviamente la discriminación va mucho más allá de lo verbal. Pero en estos momentos la agresión se ha hecho explícita verbalmente en los discursos y las campañas políticas de corte xenófobo y discriminatorio. El impacto de este discurso ha permeado en la vida cotidiana, familias, calles y escuelas.
Si un presidente dice públicamente a unas congresistas de color
, que se vayan del país, cualquiera puede repetirlo en la calle, el restaurante, en el Metro, en la escuela...
Hasta que un supremacista blanco viajó al El Paso, a los confines de Tejas (con jota) a matar invasores (sic) mexicanos. Y pasó de las palabras a los hechos.
El impacto del fraseo político xenófobo y racista, no sólo ha dividido al país vecino, ha desatado los demonios del racismo y la xenofobia, más allá de sus fronteras y nos afecta e influye directamente. Ya no hay lugar y es momento para el miedo y la moderación, hay que enfrentar pública y directamente las palabras, para prevenir los hechos.
Tarea urgente aquí y allá. También en México se desataron los demonios de la xenofobia y el racismo en las redes sociales y de las palabras pueden pasar finalmente a los hechos.