l actual gobierno de Estados Unidos está comprometido en la aventura de reconstruir a trompicones la hegemonía mundial de ese país sobre bases distintas a las del neoliberalismo clásico, codificado en el llamado Consenso de Washington o Decálogo de Williamson. Donald Trump se vendió a sus electores como un proteccionista acérrimo y como un impulsor de los sectores agrario e industrial, lo que contraviene, por donde se le vea, la receta neoliberal del libre comercio y la opción preferencial por los capitales financieros y el monetarismo. A su manera, el actual presidente estadunidense es, en ese sentido, un posneoliberal de derecha, como lo son quienes en el Viejo Continente se inscriben en alguno de los matices que van del euroescepticismo a la eurofobia.
Ese proyecto, que enfrenta grandes resistencias en la propia potencia del Norte y entre sus socios y aliados, es administrado y dosificado por Trump en función de sus necesidades coyunturales, políticas y electorales, y es lógico que cuando empiezan a calentarse los motores para la elección presidencial de 2020, el mandatario agudice los conflictos y tensiones con sus adversarios internos y con los otros países. Aunque este proyecto de remodelación tenga tras de sí el empuje de intereses y sectores económicos concretos, no debe perderse de vista que las guerras comerciales en contra de China, México e India –entre otros–, así como la participación estadunidense en diversos conflictos regionales.
Como candidato, Trump ofreció obligar a México a construir un muro fronterizo para, según él, evitar el paso de migrantes y de drogas ilícitas por la frontera común. Cuando se acerca a las tres cuartas partes de su mandato, ese proyecto no tiene el menor rastro de concretarse, de modo que el neoyorquino lo ha sublimado, con sus estilos insolentes y altaneros proverbiales, en clave de exigencia injerencista: si México no está dispuesto a pagar por la muralla física, debe comprometerse a evitar que los viajeros y los estupefacientes lleguen a la línea fronteriza. México debe, en su subtexto, ser el muro. Tales son las demandas que dan pie a la amenaza de imponer aranceles generalizados y progresivos –que irían de 5 a 25 por ciento, con un incremento mensual de cinco puntos– a todas las exportaciones mexicanas a Estados Unidos.
El primer problema que enfrenta ese intento de úkase consiste en que las economías de ambos países están tan entreveradas que la abrumadora mayoría de las exportaciones castigadas correspondería a empresas estadunidenses que han colocado en México diversos tramos de sus procesos productivos. El segundo es que, en caso de concretarse la agresión comercial, una de las respuestas posibles del gobierno mexicano sería compensar los aranceles con impuestos a las exportaciones estadunidenses a nuestro país. Sería el inicio de una guerra comercial impuesta y detonada en buena medida por el escenario prelectoral de la superpotencia vecina.
Independientemente del éxito o del fracaso en las negociaciones de última hora que sostienen en Washington las altas representaciones de ambos gobiernos, es claro que la relación comercial entre México y su vecino está expuesta de aquí a noviembre del año entrante a demandas y exigencias que tienen muy poco que ver con el comercio bilateral en sí, y mucho con la batalla política estadunidense y con el reordenamiento mundial pretendido por Trump. Lo cierto es que si la Casa Blanca lleva a sus últimas consecuencias la actual amenaza de los aranceles –es decir, 25 por ciento general a las exportaciones mexicanas– u otra que se le ocurra en los meses por venir, el T-MEC será papel mojado y que ello colocará la economía nacional en un trance difícil y doloroso.
En tal circunstancia, México se enfrenta a la disyuntiva de darse por derrotado, lo que significaría reformular sus políticas migratoria, de seguridad y otras que puedan antojársele al inquilino de la Casa Blanca, al gusto de Washington, o profundizar su propio reordenamiento político, económico y social, es decir, acelerar el ritmo de la Cuarta Transformación. Ello significa, entre otras cosas, avanzar a paso más rápido hacia la soberanía alimentaria, fortalecer el agro, impulsar la reindustrialización, generar más empleos y aplicar el cambio de paradigma en materia de seguridad pública, combate a la delincuencia organizada y tratamiento de adicciones.
Los procesos de integración cultural y económica entre los dos países son, a la larga, una tendencia irreversible, pero es posible que las acciones de Trump les pongan un freno coyuntural y es reconfortante saber que hay un proyecto político que tiene horizontes mucho más amplios, propios y diversos que la supeditación lineal y progresiva a la superpotencia, que fue, a fin de cuentas, la columna vertebral del neoliberalismo oligárquico que desgobernó durante 36 años.
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