Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Esquirlas que dialogan
con José Ingenieros
Juan Manuel Roca
Pelear para sobrevivir
en la naturaleza
Renzo D’Alessandro
entrevista con Havin Güneser
Travesía
Mariana Pérez Villoro
La vida con Toledo
Antonio Valle
El imprescindible Toledo
Germaine Gómez Haro
Canicular
Tour de France
Vilma Fuentes
Leer
ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Las erinias
Olga Votsi
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
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Felipe Garrido
En casa
Don Atanasio Argúndez y Ávila, aquel juez que creía en la justicia más que en las leyes, saltó de la hamaca. Nada que hacer fuera de casa. Abrió la computadora pero no el correo. Frente a escribió y se detuvo; el basurero. Sacó la bolsa. Son dos semanas, dijo el hombre, y el juez buscó lo que le debían. De regreso contestó el teléfono. Está dormida, hable después; la añadió y tuvo que asomarse; el jardinero. Lo ayudó a sacar la escalera. Sintió la brisa; crisis, añadió y bajó para abrirle a Mary. No, él no sabía dónde estaba el colador. Le ayudó a buscarlo; en que añadió antes de hacer lugar para acomodar el café que la mujer le llevaba. Qué pena, dijo y tuvo que escuchar cómo el hijo había vuelto a las andadas. Puso vivimos; alzó la mirada. No, Mary, no necesitamos escobas. Agregó hace falta y atendió a Mary que le llevaba unos tlacoyos. Habían llegado los pintores, pero él no sabía qué iban a pintar. Me voy al juzgado, pensó y se puso de pie. |