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Collage de Marga Peña
Tenía la impresión de que muy temprano tía Celeste dijo que el doctor Ayala venía en camino. La confusión se debía a la herida en el pie, que no le había dejado descansar. Toda la noche había estado abriendo y cerrando los ojos. Al llegar al sueño profundo tenía que abandonarlo; como un viajero que trasladan con prisas al siguiente destino sin darle tiempo de pasear más tiempo por la ciudad. Pero le daba gusto que la tía lo hubiese encontrado despierto, como si con eso bastara para darse cuenta de que el clavo oxidado que le atravesó la suela del tenis hasta salir por el empeine había tenido pocos efectos negativos en él y, en cambio, le había atizado los deseos de vigilia, de conocer desde el dolor.
–Dijeron que el médico estaría aquí antes de la dos –dijo tía Celeste con su voz de solterona fumadora, poniendo la mano a centímetros del pie que, envuelto en los vendajes, lucía más hinchado–. El doctor Ayala es de los mejores, muy amigo de tu papá, de cuando iban al Instituto. Puedes estar tranquilo.
–Estoy tranquilo –dijo Ulises con sequedad, molesto por usar esa expresión que le producía el efecto contrario.
Pero dejó pasar el exabrupto porque le interesó la manera en que tía Celeste miraba el cuarto entero con aire de recordar algo que hasta ese momento había creído ausente. Se detenía en los posters enmarcados de los grupos de rock que Ulises padre había colgado en la juventud, antes de entrar a la política, y luego volvía a mirar a su sobrino, postrado en la misma cama donde el señor gobernador, unos años más grande, ya se las arreglaba para meter a las hijas de los indios. Tía Celeste se dio cuenta de que el muchacho la miraba en silencio, tan parecido a su padre, lo que podía tensar los nervios de cualquiera.
–¿Sabe si Chávez le pasó el recado a mi papá? –dijo Ulises, queriendo apaciguar el momento.
Pensativa, tía Celeste se cruzó de brazos como si deseara sentirse más segura al tocar la pashmina morada que adquirió en un viaje a India, cuando seguía viéndose con el cubano que le prometió divorciarse de su mujer, lo cual nunca hizo.
–¿Cuál recado?
–Uno que le mandé con Chávez –dijo él–. Sólo para decirle que estoy bien y que no se preocupe –añadió, bajando los ojos hacia la pierna porque sabía que era imposible que alguien llegara en el jeep tan pronto a la ciudad.
–No lo sé –dijo tía Celeste–. Pero lo importante es que te sientas bien. ¿No tienes fiebre? –puso el dorso de la mano sobre la frente y mejilla de Ulises, dejando que sintiera la caricia fría de los anillos.
–No tengo nada –contestó–. No se preocupe, tía. Ya estoy mejor, ¿sabe? Ahorita mismo iría a desayunar si no fuese porque la pierna me duele mucho al apoyar.
–Entonces le voy a decir a Paulina que te traiga el desayuno; y cualquier cosa que se te ofrezca, toca la campana –señaló la copa de metal invertida, con más de un siglo en la finca, para llamar a la servidumbre.
Cuando escuchó que tía Celeste se alejaba por el corredor, una sombra le cruzó la mente. Ulises tuvo que mirar hacia la ventana con la urgencia de las ranas que asomaban a la superficie del estanque a tomar aire, sin saber que la piedra, lanzada con la resortera desde otro punto, venía dando vueltas hacia ellas. Al otro lado del vidrio estaba el patio de cemento donde en otra época los indios llegaban con los costales de café y los vaciaban pensando que alguna vez les alcanzaría para pagar su deuda con la tienda de raya. Esa misma extensión, ahora en ruinas, donde a él le gustaba imaginar que se alzaba la plaza de armas que guardaba un gran parecido con la capital, donde las llantas ardían en las calles y los rebeldes pedían la cabeza de su padre, el gobernador. Había visto esas imágenes y voces por la televisión que él sentía que también iban dirigidas contra él. ¡Traidor! ¡Asesino! Una tarde se acercó a su padre a preguntar la razón de ese odio entre la gente, pero el señor gobernador estaba en la sala de equipales, reunido con el círculo más cercano de su gabinete, respondiendo a uno de los consejeros que le propuso un poco de mesura:
–No podemos tener mano blanda, amigo. El orden necesita el uso de la fuerza. O de lo contrario tendríamos a los lobos sueltos, comiéndose a cuanto pendejo se le cruce en el camino. Hay que cumplir con la ley, seguir los pasos de Juárez y Díaz. Sin ellos, nuestro estado no sería nada. La gente tardará en hacerlo, pero lo entenderá. Y si de todas formas vemos que siguen insistiendo con sus movilizaciones y golpeteos, hay que mandarlos a chingar mucho a su madre. Para eso somos la autoridad, carajo.
los altos pastizales terminaban donde empezaba la formación militar de los árboles. El follaje verde protegía al antiguo huerto que el abuelo –a quien nunca conoció– había cuidado hasta que falleció en la recámara donde ahora tía Celeste, con el aroma de sus Marlboro, custodiaba ese museo de cortinas cerradas y objetos antiguos.
Afuera el día era todo verano y algunas nubes estaban suspendidas sobre las montañas. El paisaje le hizo rememorar el calor que desprendía la vegetación salvaje del huerto abandonado, su sitio preferido en la finca. Al centro el manantial; ese borbotón de agua clara que surgía de la tierra y formaba el estanque lleno de vida donde a su padre –le había narrado la vieja Paulina– le gustaba zambullirse de chamaco. Un poco más allá, entre las ramas de una jacaranda, la casa del árbol donde don Ulises había marcado con una navaja el año de 1968 en las tablas de la escotilla. En ese momento su puño se cerró con la velocidad de un caracol sobre la tierra. Fue el único gesto que dejó expuesto el reproche interior por estar a esas horas encerrado, en vez de aguantar el escozor en los brazos al trepar el tronco de los árboles, o sintiendo el corte de la hierba muy cerca de las rodillas, aunque más tarde debiera soportar que la vieja Paulina le pasara en la noche un cigarro sobre la piel para sacar a las garrapatas de su escondite. ¡A qué hora se había lastimado el pie! Tal vez lo tengo merecido, se dijo tirado en la cama al recordar los cadáveres de las ranas abiertas en canal, las pieles tornasol de las lagartijas secándose sobre los carrizos, el pájaro amarillo al que le había chamuscado las alas para que se pareciese a un avión caído. En su último ascenso a la casa del árbol, abrió la escotilla creyendo que había una forma de salvar su corazón antes de ser devorado por todos los animales que había matado. Cerró la escotilla y se alzó con la visión de la inscripción de 1968, grabada hacía muchos años en las tablas por su padre. Miró por las ventanillas y la extensión de la antigua finca le pareció una marea verde y carnívora. Dentro de la casa del árbol tampoco estaba a salvo. El viento que olía a humedad movió la construcción; los clavos dijeron sus advertencias. Y Ulises en lo único que pensó fue en las rendijas que había entre las tablas podridas del piso, a un lado de la fecha. No sabía por qué había pisoteado entonces la marca, sí sabía que las tablas cederían bajo su peso. Sorpresivamente la pierna izquierda se le sumió como si el jardín salvaje lo estuviese llamando, y el clavo oxidado le atravesó la carne mientras él gritaba como si sirviera de algo para no hundirse más en el aire.
Al oír sus gritos, Chávez vino corriendo desde el establo. Batalló para bajarlo colgado de sus hombros. ¿Quién hubiese imaginado que el hijo del gobernador fuese una roca que se desmoronaba en llanto? El tenis izquierdo rezumaba una miel roja para las hormigas. Ulises sintió más dolor cuando la vieja Paulina le extrajo el clavo frente a la mirada inconmovible de tía Celeste, quien parecía saber de dolores más grandes. Luego fue el desmayo y finalmente ese despertar en la noche con la compañía de la eterna sirvienta a su lado, diciéndole que no se moviera, que Chávez había ido a buscar un doctor a la ciudad, mientras le pasaba sobre la herida el trapo humedecido en agua de sal con epazote para evitar la infección.
ulises apartó la vista de la ventana y se fijó en el bulto que su pie formaba bajo la ropa de cama. Intentó mover los dedos, pero la descarga eléctrica que le recorrió la pierna hizo tomarse el muslo con ambas manos. Sintió que la fiebre empezaba a moverse dentro de su cuerpo como si ahora fuese un animal con ganas de correr. La vieja Paulina ya se lo había dicho, cuando en el entresueño de la noche anterior él le advirtió de las luces que había visto bajar de las montañas: “Estas fiebres causadas por los fierros son traicioneras, pero usted ya ha aguantado cosas peores.”
Sumió la cabeza en la almohada hasta que su propio sudor le refrescó la nuca. Sus cabellos estaban tan húmedos que le parecieron algas lanzadas hacia la orilla del mar. Sintió un poco de placer al experimentar esa agitación de la fiebre, que removía todo lo que le rodeaba como si el mundo fuese una esfera de invierno que necesitaba sacudirse cada cierto tiempo para que la nieve volviera a caer. Hizo el intento de hablar, pero no pudo seguir. Le sorprendió que ahora las palabras pesaran tanto, y la luz de la recámara se hubiese vuelto más oscura, más espesa, como de tinta. Alguien en ese momento abrió la puerta. La sombra entró y se detuvo al pie de la cama.
–Tía, ¿eres tú? –dijo, restregándose los ojos, queriendo aclarar el ambiente de la habitación. Qué raro que haya oscurecido tan pronto, pensó.
Pero el olor a leña impregnado en la ropa le dijo que se trataba de la vieja Paulina, quien llevaba viviendo en la finca desde los cinco años de edad. Así como la veía, con sus enaguas blancas, se había juntado con un soldado raso que conoció cuando el ejército pasó por el rancho en busca de guerrilleros. Bastó un mes de vivir en un cuartucho de la ciudad, a los alrededores de la zona militar, para que extrañase la finca. “Lo que pasa es que a la india le gustó la buena vida”, había explicado alguna vez su padre. Fue así que la vieja Paulina regresó al sitio donde había aprendido a hablar el español, preñada de Antonio, quien trabajaba como secretario particular del gobernador, y siempre cargaba pistola aunque no fuese policía.
–¿Cómo sigue su pierna? –dijo la anciana, avanzando hacia la silla de madera donde había pasado la última noche cuidándolo–. ¿Pudo dormir?
–Un poco, no lo sé. Apenas hace un rato era de mañana y vino mi tía Celeste. ¿Qué hora es? ¿El doctor ya llegó?
–Pasan de las seis –la vieja se acercó e intentó descubrirle la pierna herida–. Pronto va a oscurecer.
–¿Qué haces? ¡Por favor no me toques la pierna! Déjala así. Estoy bien. De todas formas el doctor Ayala no tarda en venir, él me va a revisar.
–Pero necesita limpieza. Tiene las sábanas mojadas. No ha ido al baño en todo el día.
La mirada de Ulises zigzagueó como un gorrión buscando escapar del cuarto maloliente. India cabrona, pensó. Se cree que sabe más que yo. La lépera respuesta que iba a dar la dejó para otro momento cuando se dio cuenta de que en la ventana estaban otra vez los destellos de una noche antes.
–Paulina, hazme un favor y acércate a la ventana. Dime si ves las luces. Bajan de la montaña, por el camino que lleva a la carretera. Tal vez… –se interrumpió, como si la fiebre hubiese asentado dentro de su cabeza las dudas con las certezas–. Creo que vienen por mí. Traen sus antorchas para vengarse de mi padre. Buscan justicia. ¿Las ves?
La anciana no quiso desobedecer al patrón y se asomó a la ventana con la intención de seguir el punto que don Ulises señalaba. Sabía que ahora el exgobernador olvidaba muchas cosas, como que la podredumbre de su pierna se debía a la diabetes. Miró los golpes del viento recorriendo las copas de la selva profunda y ausente de luz. Pero ahí no había nada, salvo la tumba del joven Ulises donde hacía años que su padre lo enterró.
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