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Polvo de silencio
Silencio
No el silencio como espacio entre un sonido y otro; no el que da su cuerpo al ritmo y armonía a cada cosa, ya sea el timbre del objeto que las manos resucitan cada día de la quietud, volviéndolo de nueva cuenta lo que ha sido ayer y antes: cacharro, utensilio, calzado, vestido y herramienta; ya sea en cambio y sobre todo el timbre de la voz, esa otra ondulación del viento modulado en el fonema que es vocablo que es sintagma y que, ya vuelto sonido articulado, rescata a cada hablante a veces de sí mismo o, sencilla pero poderosamente, prolonga el sentido que cabe en la palabra “sociedad”, lo mismo en el tiempo intenso de la cuenta corta, ése que transcurre cada hora en cada día, así como en el extenso de la cuenta larga, es decir el que da forma a la cultura y a la historia.
No aquel silencio fecundante, humus del concepto y de la idea, sino el otro mórbido carente de salidas o asideros, como envuelto por sí mismo y, en definitiva, a sí mismo dedicado: a la prolongación infinita de otro tiempo, uno suspendido que no admite reconvención, consejo ni advertencia, mucho menos diálogo, que estaca a quien está en su posesión en el centro de la quietud más densa, que le provoca la coagulación de los sentidos, que le otorga una impasibilidad en las antípodas de lo heroico y lo gallardo pues más bien se trata de imposibilidad; que le aproxima, en fin, a la conclusión de todo, a un final que ya se anuncia en esa muerte en vida consistente en no moverse, no hablar, no espabilarse nunca porque cómo o para qué, si el alma ya no está con uno.
Polvo
A la plaza, si así vale llamar al cuadrángulo inexacto casi siempre despejado y siempre terregoso que hay a la mitad del pueblo, y eso también si vale llamar pueblo al puñado de casas más o menos arremolinadas en torno a eso que no vale llamar centro del pueblo precisamente por lo mismo, y por más que tenga un nombre, Zapotitlán, por más que haya una parada de autobús en la que allá de tarde en tarde puede que alguien se apersone porque llega, pero sobre todo porque ya se va, aunque no tan rápido como se fue, sin siquiera apearse de su lujosa camioneta, el Candidato A No Se Sabe Qué Pero No Importa Porque Da Lo Mismo, cuando vio que la concurrencia no era concurrencia, que el mitin no era mitin, que las porras no eran porras y que la plaza no era plaza…; pero a la plaza, como sea, acuden de cuando en cuando los payasos desolados, viejos, como descerrajados de tanto sol y tanto polvo, con su trapecio enano, su columpio que rechina y su música de banda más triste que el silencio mismo. “¿Cuántas almas mueren de tristeza?”, pregunta recitando uno de ellos al público presente, por cierto más escaso aún que la alegría, como si le hubieran platicado ya de Cheba, la mujer que, salvo la necesidad, no ha tenido nunca nada: ni al marido porque se había ido y más valdría que no hubiera regresado, ni al amante porque eso es algo que en el fondo no se tiene aunque pueda parecerlo, ni al hijo del que toca deshacerse porque de otro modo la deshecha será la vida misma, y sin embargo todo es una retahíla de deseos frustrados porque no vale llamar vida a esa postración enmudecida de la cual solamente Canelita, el único que ha sabido sacudir de su alma el polvo, quiere sacarla con los pétalos que arroja al río, uno por lágrima, aunque para que alcancen haya que cortar todas las flores de Zapotitlán.
Si se mira bien, la sal es como el polvo: innumerable, fina e infinita, sabe meterse por los poros de la piel hasta que cuaja de mínimos cristales persistentes el ánimo y la voluntad, como le sucede a Serafina, que por edad y cero escuela y vejaciones asumidas como parte de lo cotidiano, muy poco o más bien casi nada sabe de todo y, por eso, se la pasa sola y silenciosa en el cerro de polvo blanco acumulado jornada tras jornada de trabajo en la salina, donde Silvestre se afana como un Sísifo que cree que va empujando hacia la realidad su deseo de salir de ahí volando, sin darse cuenta de que sólo consigue hacer más grande su desolación insolada en la salina, desde donde ha de seguir mirando cómo pasan los aviones.
Es el campo mexicano, sumido en un polvo y un silencio solamente interrumpidos, y más valiera que no fuera esa la razón, por el paso de algún piquete militar cargando cuerpos muertos, como si sólo la muerte pudiera conjurar esa tristeza individual, que nuestro presente hace tender a colectiva, y que algunos conocen por tirisia.
La tirisia, Jorge Pérez Solano (guión, coproducción, dirección), México, 2014.
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