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Ricardo Guzmán Wolffer
Baudelaire, el prosista
Más conocido por sus poemas, Charles Baudelaire (1821-1867) extrapoló en su novela La Fanfarlo la experiencia inserta en Las flores del mal, donde el poeta va a contracorriente de los valores de la sociedad burguesa.
El joven poeta Cramer reencuentra por azar a un amor de juventud, quien le participa sus desavenencias maritales debido a que el consorte está empeñado en tener a la hermosa bailarina, la Fanfarlo; por ello, el poeta dedica sus esfuerzos a separarla del marido y obtener los favores de la esposa. Logra quedarse con la bailarina, pero no obtiene lo esperado.
La novela destaca por aspectos de fondo y de forma. Dentro del prosista está el poeta Baudelaire en el uso de oraciones sintéticas: decir mucho con lo menos. Hacer al lector parte de lo narrado, más con una mirada empática que como dialogante o como intérprete de lo sucedido. Cierra la novela en tres personajes a desarrollar a partir del engaño: el poeta es engañado por la casada, pues supone que obtendrá sus favores si separa al marido de la bailarina; la casada es engañada por el marido, y la bailarina es engañada por el poeta, al suponerlo su enamorado, cuando no lo es.
La trama se divide entre lo moral (bueno, la moral de Baudelaire: famoso por carecer de ella fuera de su literatura) y lo chusco. Debajo de los diálogos hay un efecto humorístico, especialmente al final del texto, pero también en la construcción de la novela, pues la bailarina apenas aparece en el texto: tarde nos enteramos de cómo es interiormente y de la manera en que habrá de cobrarse el timo sentimental.
Baudelaire, Gustave Courbet |
A contracorriente de las novelas de la época, donde se anunciaba al personaje central en el título (Madame Bovary, de Flaubert; Manon Lescaut, de Prévost, etcétera), Baudelaire engaña al lector. Podría identificarse al autor con el personaje, como sucede en otros textos suyos: es diletante y busca los placeres terrenales, sin aparente dificultad moral para vencer cualquier obstáculo. Pero se enfrenta con la Fanfarlo, una bailarina que encarna al teatro y su enmascaramiento de la realidad, más por extenderlo fuera de los escenarios para tornar su casa una extensión de la escenografía para representar otra obra: la del poeta timador, con la vuelta de tuerca de que el embaucador será embaucado: puesto que el poeta es esencialmente la máscara verbal que coloca en su visión de la realidad, es sencilla su empatía con la otra encarnación de lo ficticio, esencialmente porque se complementan: él es la palabra que disfraza y ella es el disfraz de las formas, especialmente las sociales: en la unión de ambos, la vida imita al arte. Pero al final del texto, el arte se pierde y la vida también, en el castigo de una existencia superficial y un escarmiento impuesto con el dolo del rencor derivado del engaño profundo: para la Fanfarlo, la sanción recibida deriva de evidenciarla como mujer enmascarada, con la autoconvicción de la futilidad en sus gustos e ilusiones. Y no hay peor venganza que la pérdida conjunta de lo único que daba sentido a sus vidas: el arte como máscara del vacío existencial, la caída de la única barrera entre los excesos y el tedio en el abismo.
El final se anuncia desde el inicio, en la descripción del poeta: “Entre todos los hombres semibrillantes que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel fue, más que ningún otro, el hombre de las grandes obras fallidas”; “se me ha aparecido siempre como el dios de la impotencia”. Su yerro deriva de apropiarse mentalmente de aquello con lo que se identifica: termina por creer que lo ha hecho él. De ahí que espere la recompensa de la esposa: “Sólo los poetas son lo suficientemente cándidos para inventar semejantes monstruosidades.” Al final, tras saber que el amor era una mentira, la Fanfarlo castiga al poeta: pierde su belleza, lo hace padre, lo hace autor de libros de ciencia, lo inserta en la academia y el poeta decadente funda un diario socialista y decide entrar a la política: “¡Qué inteligencia deshonesta!” Baudelaire pone al poeta en el peor infierno que puede concebir el autor y diletante.
El humor también se le daba al escritor maldito, especialmente con una broma hecha a su propia costa, pero sin perder el impacto anímico por la lectura de un poeta mayor. Finalmente, el poeta se entrega al vicio (singularmente la prostitución y la droga), pero sólo consigue el tedio (spleen, como se decía en la época), al mismo tiempo que anhela la belleza y nuevos espacios (“El viaje”). Es la “conciencia del mal.”
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