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Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Narrativa venezolana:
más de un siglo
Venezuela, el libro y
la dimensión humana
Luis Tovar
Venezuela, ocho
décadas de poesía
El nombre de Venezuela
Leandro Arellano
Atenas, llama cuyo
color es azul
Nikos Karouzos
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Felipe Garrido
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Se dice que las comparaciones son odiosas, pero suele omitirse reconocer que son inevitables. Monstruosa por dimensiones, contradictoriamente anónima por hipermultitudinaria, distorsionada por su tendencia parafarandulesca y su vocación más mediática que cultural, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara tiene, no obstante, la virtud involuntaria de volver aún más apreciable un evento como la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, en Venezuela (FILUC), cuya decimoquinta edición se llevó a cabo a mediados de octubre de 2014.
A poco menos de dos horas de Caracas, la ciudad de Valencia es sede de la Universidad de Carabobo y, naturalmente, también lo es de esta feria del libro que, como la celebrada en la no muy lejana Medellín, en Colombia, bien podría ser llamada no feria sino fiesta: festivo es el ambiente que flota en el aire, festiva la actitud de organizadores, editores, libreros, autores y participantes en general, y con toda seguridad tanto festejo se debe a que dichos participantes le hacen honor al sustantivo del mejor modo posible aquí: comprando libros y, ha de suponerse, leyéndolos –a diferencia de lo que confesó el desconsuelo de un expositor en la FIL mexicana: “vienen muchos pero compran muy pocos”.
Si bien uno de los temas constantes e inevitables en estos pagos es el aluvión de dificultades económicas –y dónde no las hay, se pregunta uno al escuchar las quejas–, el hecho es que, a diferencia de lo que consta al salir de la inmensa extensión de la feria del libro tapatía, donde proporcionalmente no son tantos los que salen con una bolsa de libros, en la venezolana Valencia hay bastante más modo: a un promedio de cien bolívares, una novela, un ensayo, un poemario, un libro de cuentos, una antología, un libro técnico, cuestan el equivalente a cincuenta pesos mexicanos, y abundan locales cuyas ofertas van desde los veinte a los cincuenta bolívares; lo mismo o menos de lo que cuesta una arepa bien preparada o una cachapa de queso de mano con pernil.
De principio a fin, y en 2014 con México en calidad de país invitado, la FILUC es un bululú, como llaman los venezolanos a esa multitud que atesta el sitio un día sí y otro también; sitio que, por cierto, no es otra cosa que una muestra de la capacidad de adaptación y el ingenio locales: se trata de un área en el estacionamiento en los bajos de un centro comercial, así dignificado por la presencia de gente en busca de algo que no tiene que ver con modas ni consumismo.
La fiesta de la feria
En los pasillos, en los salones donde se presentan libros, se dictan conferencias, se imparten talleres o se llevan a cabo lecturas, lo que más abunda es gente, gente y más gente: a la manera de la Feria del Libro de Minería, en México, aquí pareciera haber un lector potencial por cada ejemplar, y cuando se busca entender de dónde sale tanta participación, tanto entusiasmo por lo libresco, en la mente se dibuja la vocación primera y más profunda que parece animar estos esfuerzos: alcanzar y mantener la dimensión humana de las cosas; vale decir, la posibilidad del contacto cercano, la palabra directa, la voz en vivo, el oído atento, la mano que se estrecha y que puede ser la del escritor más conocido en estos rumbos, la del más novel o la del que debuta, lo mismo que la de alguno de los organizadores, todo el tiempo confundidos con los visitantes porque, a diferencia de lo que ocurre en otras ferias, desde Rosa María Tovar –no hay parentesco con el firmante de estas líneas– hasta el último de los voluntarios, para encontrase con ellos hay que estar en los eventos, entre los puestos de los expositores, en los pasillos: en la fiesta, pues, porque ellos también la están viviendo, no es que la hagan sólo para los demás o, peor aún, para que hablen bien de ellos en los medios.
Pero para entender la naturaleza de esta fiesta sirve también, y mucho, darse cuenta de que en ella se ha hecho caber a todos: editorialmente hablando, conviven en unos cuantos metros cuadrados la prestigiada y cuasi mítica Monte Ávila, con las muy cuestionadoras del estado actual de las cosas Editorial Alfa y Punto Cero, con otras como la bastante enriquecedora Lugar Común, así como con un alto número de sellos universitarios y otros de instituciones oficiales y privadas, para conformar un perfil que se parece al de los lectores que se dieron cita: poliédrico, lleno de matices, de ningún modo monolítico ni conforme con un solo punto de vista para mirar la realidad.
En dos palabras, lo que ya se dijo antes: dimensión humana, definida en el aquí y el ahora venezolanos que se aprecia bajo el lente de un evento cultural cálido y accesible como es esta FILUC, por el interés genuino de mirarse a sí mismos, como individuos y como sociedad, a través del pensamiento y la palabra; a través de un libro, en consecuencia, o como lo dice el doctor César Miguel Rondón –toda una celebridad de a pie, para decirlo con algo que no debería sonar a paradoja–: “no hay arma más poderosa, ni bien más útil ni generoso que un libro lleno de palabras. Palabras buenas, generosas. Palabras fértiles. Palabras que en celebración continua e inacabable dejarán correr ideas, historias, imposibles, deseos, certezas, fantasías, fracasos, esperanzas, descalabros y victorias. Todo lo que supone, en fin, el universo ilimitado de la aventura humana”.
Aventura de dimensión humana, entonces, la que consiste en el acto de leer, de explicarse el mundo –el interno y el externo– como por cierto se ha hecho en Venezuela desde siempre: los textos de poetas y narradores que forman este número de La Jornada Semanal son, apenas, botones de muestra de una literatura robusta en cantidad y calidad, lo cual puede comprobarse apenas el lector llegue al final de las presentes líneas.
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