Hugo Gutiérrez Vega
Discurso en guadalajara (I DE II)
Estudié la carrera de Derecho en este edificio enaltecido por el pensamiento y la acción artística de José Clemente Orozco.
En el primer piso estaba nuestra pequeña Escuela y formábamos una especie de fraternidad que recordaba los orígenes medievales de la Institución Universitaria, aquélla que integró una comunidad de maestros y alumnos unidos por la pasión del conocimiento y la necesidad del diálogo.
Para nuestra fortuna, Guadalajara estaba muy lejos de celebrar el ajuste de su primer millón. Era una ciudad hecha a la medida de lo humano, amable y accesible, a pesar de que se habían dado violentos combates, producto de diferencias ideológicas irreductibles. Todavía flotaba en el aire el polvo nacido en el lodo sangriento de las guerras religiosas. Muchos aspectos del conflicto habían sido superados, pero la moral social, los usos y costumbres, y las estrictas reglas de la convivencia seguían siendo dictadas por el púlpito, el confesionario y los poderes fácticos de inflexible conservadurismo. En este panorama retrógrado, la única luz de racionalidad, de libertad en el conocimiento y de diálogo, era la Universidad, satanizada por la inquisición social que veía, en la defensa del Estado laico y de la educación pública y gratuita, un peligro para su voluntad de mantener el control de la moral social.
Gozando de la presencia de mis compañeros de generación, quiero hacer un ejercicio de memoria en el que aparecen la cabeza de senador romano de Reynaldo Díaz Vélez, el humor y la sabiduría de José Gutiérrez Hermosillo, padre del poeta Alfonso y autor de un delicioso disparate: la saludábamos con el consabido: “Buenos días, licenciado”, y rápidamente contestaba: “Eso lo será usted”; el elegante licenciado Arce, el jurista, pintor y rector José Parrés Arias y, de manera muy especial, el maestro que nos enseñó el método marxista de análisis de la realidad cultural y sociopolítica, Pepe Montes de Oca. Quiero recordar, además, el amor por la Filosofía y el respeto al imperio de la ley como elemento fundamental de la vida civilizada, que daban fuerza y sentido a la cátedra de Carlos González Durán.
Nuestra visión del Derecho chocaba con la brutal realidad de la corrupción y de la impunidad pero, a pesar de todos los vejámenes, el espíritu de justicia y la urgencia de consolidar un proyecto de vida profesional nos mantenía unidos en torno a la casi extinguida hoguera del deber ser jurídico.
La ciudad, después de tantas guerras y conflictos, padecía una preocupante pobreza cultural. Los conservadores mantenían una interesante tertulia en la que predominaba la cultura francesa, y los socialistas, así como los buenos liberales, defendían la tradición juarista y se afiliaban al pensamiento de la izquierda. Se agolpan en mi memoria algunos nombres de intelectuales y artistas que daban forma, aunque precariamente, a la vida cultural. Pienso en Orozco, en Rolón y en Galindo; en Alfredo R. Placencia y en Francisco González León; en Guadalupe Zuno, Agustín Yáñez, Victoriano Salado Álvarez, Mariano Azuela, José Rosas Moreno, Juan José Arreola, Juan Rulfo y otros más que construyeron su obra con los elementos espirituales y estilísticos provenientes del ser jalisciense. En el yermo teatral sólo sobrevivían Diego Figueroa y la Universidad (veo en este paraninfo la escenificación de un monólogo de O’Neil interpretado por Licha Tackman). Unos años más tarde Ignacio Arriola tomó la bandera. La escuela de música y sus maestros renovaron una tradición interrumpida, mientras los nuevos pintores buscaron rumbos distintos, pero fieles al magisterio de Orozco. En suma, el hermoso proyecto de Enrique Díaz de León daba sus primeros frutos y caminaba con paso seguro hacia la modernidad.
(Continuará)
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