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Una memoria prodigiosa
Fabio Jurado Valencia
La primera vez fue en abril de 1982. Con Óscar Castro nos habíamos propuesto programar en la UNAM una serie de conferencias sobre literatura colombiana a propósito de los veinte años del último número de la revista Mito. Álvaro Mutis propuso que nos reuniéramos en la casa de García Márquez para tratar el tema. Tanto Mutis como Gabo nos remitieron con el poeta mexicano Marco Antonio Campos y el crítico literario Evodio Escalante, quienes nos ayudarían con la divulgación y serían también conferencistas. En este primer encuentro fue notable el entusiasmo de Gabo por llamar la atención sobre el trayecto histórico de la literatura colombiana y, sobre todo, por rendir un homenaje a Jorge Gaitán Durán. Gabo publicó por primera vez en una separata de Mito la novela El coronel no tiene quien le escriba; se publicó también en esta revista el cuento “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, escrito rescatado de la caneca de la basura por Gaitán Durán y que Gabo había desechado como un fragmento de borrador de La hojarasca, ya publicada por entonces.
La segunda vez fue también en 1982, meses antes del Premio Nobel. Con Óscar Castro, Jorge Bustamante y Ricardo Cuéllar ingresamos algún día al Café Ópera, café emblemático por el agujero que se conserva como señal del disparo de Pancho Villa durante la Revolución. Allí estaba García Márquez solo, con una copa de vino tinto; no quisimos molestarle la soledad, pero al reconocernos se integró a la mesa. Antes del Premio Nobel este era el café más frecuentado por Gabo en Ciudad de México. Nos habló de manera elocuente de la figura de Pancho Villa y la majestuosidad histórica de México, de López Velarde, de quien recitó un par de poemas, y de los narradores de la Revolución, sin perder de vista a Rulfo.
En el año 1985 Hernando Motato estaba escribiendo la tesis de doctorado en la UNAM en torno a El otoño del patriarca. Le dije que a Gabo le encantaría saberlo, porque le gustaba informarse sobre lo que investigaban de su obra. Lo llamamos y nos recibió en su casa en esas horas de la mañana cuando hacía el remanso en su escritura. De la impresora se desprendían hojas en serie; se trataba de la primera versión de El amor en los tiempos del cólera. Su computadora siempre fue Apple, renovada con la periodicidad del desarrollo tecnológico; esta máquina pudo haber evitado muchos sufrimientos a los escritores en el trabajo de corregir, nos dijo; es la magia, le damos una orden en el teclado y corrige lo que le pedimos; tuve que corregir un nombre en toda la novela y en un minuto lo hizo. Su entusiasmo era notable al mostrarnos lo que iba saliendo de la impresora. Tomamos café y él tomó agua mientras conversábamos.
Mario Rey realizó varios festivales sobre la cultura y la literatura colombiana durante varios años en México, mientras existió su revista La Casa Grande, cuyo nombre rinde tributo a la novela de Cepeda Samudio, del Grupo de Barranquilla. En 1997 participaron en el festival, entre otros, William Ospina, Luz Mary Giraldo y Fernando Herrera. Por esos años se había fortalecido la amistad entre William y Gabo. William concertó una cita con Gabo en la librería Gandhi, en San Ángel, hacia las siete de la noche. Esperamos a Gabo en el interior de la librería y al llegar subimos a la cafetería. Se conversó sobre política y sobre la situación del país; Gabo lanzaba nombres de presidentes posibles que podrían detener nuestras guerras. Unas señoras sesentonas, sonrojadas, le pidieron autógrafos en libros suyos que habían comprado cuando descubrieron su presencia. Gabo se levantó y las abrazó; se sonrojaron más, les temblaban las manos y sólo dijeron que lo querían mucho mientras le hacían la venia. Luego vino un señor con otro libro a pedir la firma; vean ustedes, nos dijo Gabo, cuando vengo se agotan los libros. Luego nos ordenó: vamos a salir; Fernando va adelante; William después; yo voy detrás y por último Fabio. Nos pareció raro pero fue la mejor evidencia de la timidez de Gabo, pues no se sentía bien como sujeto de las miradas; Gabo tenía una timidez aguda que permaneció en él desde la escuela hasta su muerte; por eso no daba conferencias, pero se sentía bien con los círculos pequeños de amigos y conocidos y, sobre todo, con los escritores jóvenes. Aquella noche es la que más recuerdo como testigo de la memoria prodigiosa, como se infiere en sus memorias y en sus crónicas. En la cocina de su casa junto con su esposa y una amiga cercana al poeta Francisco Cervantes, de quien Gabo expresó su preocupación porque hacía años no lo veía y sabía que tenía problemas de salud, bebiendo un mezcal formidable, surgió un contrapunteo de versos entre Gabo y William; comenzó Gabo con unos versos de Jorge Manrique –“Coplas por la muerte de su padre”– y William complementó con otros versos de este poema que está a tono con lo que nos ha ocurrido el jueves santo de 2014. Luego Gabo soltó unos versos de San Juan de la Cruz y William respondió con unos de Santa Teresa; después Gabo introdujo a Quevedo y William a Góngora para saltar luego a la poesía colombiana con Silva y los piedracielistas… En los intervalos Gabo bailaba, abrazado a sí mismo, los boleros de Bienvenido Granda y Celio González, a la vez que los cantaba. Yo no conocía de William Ospina esa también memoria prodigiosa.
No se os haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
pues otra vida más larga
de la fama gloriosa
acá dejáis.
Aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera;
mas, con todo, es muy mejor
que la otra temporal,
perescedera.
Jorge Manrique (siglo XV)
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