Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Al pie de la letra
Ernesto de la Peña
Dos poemas
Eleni Vakaló
2012: Venus, los mayas y
la verdadera catástrofe
Norma Ávila Jiménez
Castaneda: la práctica
del conocimiento
Xabier F. Coronado
Trotski en la penumbra
Gabriel García Higueras
Juan Soriano en Polonia
Vilma Fuentes
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Verónica Murguía
Juegos de manos y algunos villanos
Debo confesar que voy con seis días de retraso en todas mis obligaciones. La ropa sucia se amontona en el cesto, hemos subsistido a base de quesadillas y sincronizadas, apenas hago ejercicio y el gato me mira con desdeñoso reproche porque no he jugado con él. Es culpa de un libro.
Ya lo advierte W. H. Auden: no hay que tener libros policíacos cerca si uno tiene trabajo que hacer, porque la situación puede complicarse. El que me ha entorpecido la vida cotidiana, a cambio de llevarme de viaje en una alfombra mágica de papel impreso, se titula Juegos sagrados y el autor es Vikram Chandra.
Traté de alejarme. Lo guardé fuera de mi vista, lo cerré teatralmente, le puse otro libro encima, comencé mis tareas. Fue inútil. Después de diez minutos de batallar contra el impulso de saber qué seguía, me tiraba en el sofá con una botella de agua y una bolsa de frijolitos de dulce (los encontré en oferta). Y que se cayera el mundo.
El lector sabrá perdonar la frase que escribiré a continuación, tan entusiasta y absolutamente subjetiva, que suena como si Chandra fuera mi amigo: Juegos sagrados es la mejor novela policíaca que he leído. Y que conste: su talento me mata de la envidia y en esta vida he devorado todas las novelas policíacas que me han caído en las manos: buenas, malas, peores y ridículas.
Quizás algún día cambie de opinión. Y cuando llegue ese día Juegos sagrados seguirá escrita con el ímpetu de la narración oral –he aprendido una cantidad fabulosa de groserías en hindi– combinada con una pericia descriptiva sorprendente. Hay que sumar, además, la crítica social, la sensibilidad, la hondura.
Tiene ¡mil páginas! sin contar el glosario. Repito, no es sólo un relato de policías y ladrones. Es una descripción amorosa y delicada de Mumbai, con su pobreza, vigor, extraordinario colorido y diversidad. Me resultó mucho más desafiante, más difícil de leer y decididamente más satisfactoria que una novela policíaca.
Si el lector disfrutó las novelas de Stieg Larsson, imagínese algunos temas en común desarrollados en la caótica Mumbai; la tozuda fragilidad del inspector Wallander, el héroe de Henning Mankell, encarnada en el inspector sikh Sartaj Singh; añada el colorido de India retratada en Kim, de Rudyard Kipling; piense en disturbios religiosos, especias desconocidas, tráfico, la playa, la famosa mendicidad y la presencia opresiva de un calor que deja chiquito al yucateco.
Hay capítulos enteros en los que el capo Ganesh Gaitonde, tal vez en el molde de Moraes Zogoiby, el malvado protagonista de El último suspiro del Moro, de Salman Rushdie, cuenta su descenso a los infiernos. Pero Ganesh Gaitonde supera a Moraes Zogoiby en su pasión por el poder, su pragmática relación con el dinero, el cine, las mujeres y el sexo. Asistimos horrorizados a la crueldad banal que despliega cuando se enoja y, finalmente, al triunfo de la cruda materia de sus inseguridades. Pero Gaitonde es humano, y Chandra no permite que lo olvidemos. Sus armas para acercarnos al villano son el humor, la inteligencia, el detalle sabio, la ternura con la que mira al bebé, a la esposa, el cariño por un subordinado (suele hablar de ellos como si fueran sus hijos), el terror a la soledad, la necesidad de hablar por teléfono y algunas, escasas, lealtades.
Las tramas menores que se derivan de la consolidación de Gaitonde como capo del crimen en India son igualmente eficaces: la partición o creación de Pakistán, una suerte de amputación nacional –necesaria, pero perpetrada sin anestesia–; los políticos fundamentalistas indios representados por el repelente Bipin Bhonsle; una aparición de Nehru, escrita con una soltura digna de John Le Carré y, quizás lo más interesante: las vidas de sikhs, musulmanes, hindis, tamiles, jainitas, budistas, cristianos; hombres, mujeres y niños en la ciudad atestada, donde conviven lo más venerable y la vulgaridad más escandalosa.
Templos, comercios, festivales, playas, los kholis, o habitaciones mínimas hechas de cartón y lodo (kuchcha) o de cemento (pucca), edificios lujosos: una mezcla estrafalaria que resulta, a pesar de su lejanía geográfica y cultural, extrañamente familiar.
Quizás el mejor elogio que puedo hacer de este libro, que por tantas razones rebasa la novela policíaca convencional, es que me enseñó mucho sobre India, al tiempo que me llenaba de inquietud por no saber muchísimo más.
|