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Jair Cortés
La escritura y el extravío
Hace algunos años, mi mujer y yo hicimos un viaje al caribe mexicano. Asombrados por el lenguaje de la naturaleza, hacia el final de nuestra estancia nos dispusimos a comprar algunos obsequios para amigos y familiares que pudieran comunicarles, en la medida de lo posible, nuestra emoción. De pronto, entre pulseras, postales, tazas, collares y conchas, pude distinguir una playera que tenía estampada la imagen de un grupo de buzos siguiendo a otro que, con distancia considerable de por medio, aparecía como guía. Debajo de la imagen estaba una leyenda que decía: No me sigas, yo también estoy perdido. Al terminar de leer la frase sonreí y, de manera inmediata, me di cuenta de la tremenda revelación que implicaba. Entendí que la escritura de la poesía consistía en eso: hacer un viaje para descubrir que estamos perdidos, que lo estábamos desde antes de partir y que, muchas veces, el producto de esos extravíos se vuelcan en un poema. Después alguien, algunos, a la mitad de la noche, en la soledad de su casa o desde una biblioteca silenciosa, siguen ese poema y, sin querer, lo convierten en un faro, pero en un faro errante, a la deriva. “¿De dónde vienes a dónde vas?” Se pregunta Vicente Huidobro en esa vertiginosa experiencia del lenguaje que es Altazor. Y en verdad, quién podría saber con certeza, cuando escribimos o leemos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Línea por línea se deja ver una ruta y, mientras avanzamos, se borra nuestro punto de partida, de tal manera que nunca poseemos la seguridad de un destino, muy similar a la experiencia de Port, el personaje de El cielo protector de Paul Bowles, que encontraba en sus largas caminatas en países lejanos no sólo una aventura sino el hábito del extravío, el hábito de perderse para, por un momento, rozar la sensación de reencuentro consigo mismo.
Podría decirse que la escritura es un vagabundeo y que la corrección de esa escritura es la cartografía que hacemos de nuestra expedición, el mapa que quizá les sirva a otros para seguir un rumbo. Habrá quien asegure que sabe exactamente cuál será su punto de llegada una vez iniciado el viaje (Edgar Allan Poe se encargó de sembrarnos la duda al confesarnos su estrategia para redactar “El cuervo”), pero por más asideros que inventemos no dejaremos de sentir esa respiración agitada ante la última noticia: estamos perdidos. Y entonces, estar perdidos podría ser una certeza, otra manera de continuar y no sentirnos desamparados. Escribir y leer poesía no es sino la posibilidad de perdernos, de caminar a tientas, de navegar sin más instrumentos que la fe, de creer con Roberto Juarroz que “ningún signo o palabra/ vuelve nunca a su sitio./ Cuando un lenguaje se extravía en otro/ también el otro se pierde en el primero”
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