Frente a tal hecatombe sin sentido,
la Muerte te lloraba con el gesto
del pensador de Rodin,
y mordía entre sus labios descarnados
una esponja de hiel y de vinagre
en la que comulgaban furia y sed
de no besar tus labios (aún de carne).
Te fuiste y te has quedado.
Te has quedado en los ardientes parabrisas
que en el acordeón de la distancia
instrumentan la fuga y la escapada, el torbellino
redentor de la vida, de esta angustia.
Te fuiste y yo te tengo.
Tengo en las cuatro paredes de mi memoria
–clavadas con chinchetas de ideas fijas
o adheridas con pétalos de sangre–
las mil fotografías que te evocan
y te traen ante mí, como si aparecieses
ante un biombo de cien o mil espejos.
Te fuiste y yo te busco.
Te busco en el inmenso gesto desolado
del entierro del violín,
como si del prostituido vientre de la Tierra
emergiera un lamento sostenido, incontenible,
que la caja conservara, humedecido
por tus lágrimas.
Te fuiste, James Byron Dean, y quedan los vampiros,
colgados a racimos de tu mito de rebelde,
succionando las hematíes negras
de la sangre impura que hay
en este nuevo testamento extracristiano.
En tanto, una serpiente se ha enroscado
en una de tus piernas
e invita a las muchachas, de las que eres
rey del mullido reino de sus lechos,
a que muerdan la fruta
del árbol de la ciencia.
Te fuiste. Te has quedado. Yo te tengo.
Yo te busco
para que me releas del Fedón
y nos juremos amistad fraterna
sobre una Biblia que no hable de Caín.
(Huelva, septiembre 1955) |