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El Evangelio según Pasolini
Enrique Irazoqui en una escena de El Evangelio según San Mateo, 1963 |
Ricardo Yáñez
¿Evtuchenko, Gingsberg, Luis Goytisolo? No, ninguno de ellos sería el Cristo de El Evangelio según San Mateo (1963), la película que Pier Paolo Pasolini finalmente filmaría con el barcelonés Enrique Irazoqui, entonces estudiante y hoy (Wikipedia) “actor, ajedrecista, economista y profesor de literatura en Cadaqués”. El italiano, que en su pasaporte se definía genéricamente como escritor pero de sí tenía ante todo la imagen de poeta, precisamente pretendía que un poeta interpretase bajo su dirección el papel de Jesús. “Lo que quiero hacer es una obra de poesía”, fiel al original, sabedor de que palabra ni imagen no hay que, inserta en el filme, pudiera estar “a la altura poética del texto”. “Quiero hacer pura obra de poesía, arriesgándome incluso a los peligros del esteticismo”, y eso paradojalmente, porque y a la vez no obstante que: “para mí la belleza es, siempre, una ‘belleza moral’”, así llegue a nosotros “siempre mediada por la poesía, o la filosofía, o la práctica”. Y “el único caso de ‘belleza moral’ no mediada, sino inmediata, en estado puro, yo lo he experimentado en el Evangelio”.
En Pasiones heréticas, una selección de cartas escritas durante treinta y cinco años, traducida y anotada por Diego Bentivegna y editada por El Cuenco de Plata, el cineasta se dirige al poeta siberiano indicándole que, si bien suele trabajar no tanto con actores como con gente de la calle, “para Cristo un ‘hombre de la calle’ no podía ser suficiente: a la inocente expresividad de la naturaleza se necesitaba agregar la luz de la razón. Entonces pensé en los poetas. Y pensando en los poetas, pensé en primer lugar en ti”. Agrega casi en seguida: “un comunista. ¿Pero acaso yo no soy un comunista?”
Las citas previas vienen de otras cartas, a Alfredo Bini, a Lucio Caruso. Pero en ellas está claro que la película no será ideológica: ni religiosa (así se hiciera acreedora al reconocimiento del Vaticano) ni proselitista . Cristiana sí, pues en Cristo “la humanidad es tan alta, rigurosa, ideal, que va más allá de los comunes límites de la humanidad”.
Ignoramos la respuesta o falta de respuesta (más importante que eso: ignoramos, llanamente, la reacción) de los poetas en quienes el también –no poco– pintor y algo músico pensó. Quizá encontró algo mejor, más propio, en la presencia, formación y trabajo del español, algo intermedio entre el hombre de la calle y el poeta: algo poético, nada más, no un poeta. Un poeta, imaginamos, hubiera sido en verdad algo estorboso (conocido es el dictum: un poeta es lo menos poético que existe). Con el joven Irazoqui se consigue la sugerencia, no el decir.
Aparte de todo esto, ma no tanto, me atrevo a consignar que cuando vi El Evangelio según San Mateo en el aquel entonces único, imprescindible y escasamente frecuentado cineclub de la Casa de la Cultura Jalisciense, tocó en suerte que dirigiera el infaltable debate (bueno, no se dio la vez que fui el único asistente, creo que proyectaban Lilith, de Robert Rossen) Luis González de Alba, quien nos hizo ver, ya sin verlo, que uno de los reyes magos traía reloj y que durante la crucifixión una camioneta, en mi imaginación más bien una troca, pasaba a lo lejos. Lejos, justamente, de decaer con tales failures, la poesía de la película crece, tiene un mayor alcance, una mejor universalidad.
Lo que dudoso no nos puede quedar es la implícita definición que de sí mismo hace Pasolini, apasionado de la razón y de un pueblo concreto, más allá de las abstracciones de sus organizados defensores –hasta alcanzar, en sus palabras, al subproletariado, al lumpen, los verdaderos loosers de siempre–: hombre de la calle (que no menospreciaba ni –menos– despreciaba el arroyo) de inocente naturalidad (solía definirse ya como infantil, ya como muchacho) y acendrada, sensible intelectualidad, quizá menos desafortunadamente dicho: palpitante claridad.
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