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Francisco Torres Córdova
LLEGAR A TIEMPO
Panteón Jardín. Busco a un familiar que está sepultado aquí. Camino entre las tumbas, atento a las veredas para no pisar a los muertos. La tierra se curva con tanta espera, con tanto sueño. Porque eso recuerda la palabra: coemeterium, en latín, y éste del griego, koimitirion, “lugar donde se duerme”, “dormitorio”, desde el cristianismo. Entre piedras, lápidas y nichos, la espera se alarga... A pesar de la hora, el lugar está casi vacío. Hay criptas que parecen casas, sepulcros viejos y rotos, lápidas ajadas, otras con flores recientes y muchas más abandonadas, a ras de suelo. La muerte puede ser cara o barata para los vivos. Me acerco a un eucalipto cuyas raíces asoman nudosas en el sendero; el tronco es robusto y las ramas pesadas se inclinan sobre las tumbas. Pasa una pareja tomada de la mano. Apenas nos miramos y ellos hablan en voz muy baja. Yo deambulo. Ellos siguen un trazo; van a un determinado lote, una fila, un número, seguros sus pasos en esta geometría urbana que ordena los huesos tendidos, su nombre de cara al día, su rumor que de noche destella. Conforme avanzo me encuentro con María, Gustavo, Juan, Antonia, Ricardo, Leticia... y sus fechas grabadas en lápidas de mármol, cantera, granito negro o blanco, con votos y promesas de los deudos. En algunas criptas, tras sus puertas de vidrio y en pequeños altares, hay fotografías que la humedad arruga y las horas –las nuestras– vuelven amarillas, mientras las otras –las suyas– pulen su recuerdo. Y hay losas austeras con tres generaciones de una misma familia, sus nombres con letras toscas y negras escritas a mano. Ahí yace lo que hicieron, desde dónde y cómo llegaron, sus oficios, sustentos y verdades, porque en los nombres, al leerlos, se dilata innumerable y múltiple su vida. Y porque la muerte es sólo una, como es uno el nacimiento. Nacer y morir son nuestros actos más radicales, los más íntimos, los más desnudos.
Salgo a la calle central del cementerio. Bajo el techo de una modesta cripta a medio construir y recargado sobre uno de sus pilares, un hombre de mediana edad me sigue con los ojos, o al menos eso creo. Me acerco y le pregunto si trabaja aquí. Asiente en medio del humo del cigarro sin filtro que fuma y vela un instante la mitad de su rostro. Le pregunto dónde están las oficinas –al parecer yo entré por una puerta en el extremo opuesto. Se incorpora un poco y empieza a hablar moviendo mucho y muy aprisa los brazos: “Allá, hasta mero abajo, al fondo, un poco sesgado a la izquierda. Hay que saber el nombre y la fecha del difunto. Pero cierran al rato, así que apúrele pa que llegue bien a destino.” Y luego se queda inmóvil, con una amplia sonrisa de grandes encías y dientes escasos. Camino hacia abajo, como me dijo. Llegaré a tiempo, no hay duda, a ese destino al que siempre se llega.
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