Número 168 |
Heidi era una adolescente cuando se infectó de VIH. Se dedicaba al sexoservicio en las inmediaciones de la Central de Abasto de la capital de Oaxaca, una de las zonas más populosas de la ciudad. Se enteró de su condición cuando un cliente recurrente le propuso matrimonio; pese a la noticia se casaron. Él la golpeaba de vez en cuando, borracho, pues ella regresaba al sexo comercial cuando era necesario completar los magros ingresos del albañil. Heidi era de origen zapoteco. Hace tiempo que no se le ve por la zona del mercado de Abastos. En el salón de clases de un bachillerato rural, una jovencísima capacitadora habla sobre infecciones de transmisión sexual a un grupo de estudiantes. Hay juegos, concursos con preguntas sobre sexualidad y riesgos —¿Con qué asocian la palabra condón? “Inseguro”, “inmoral”— y bromas: “Ya aprendimos, por calientes vienen los hijos”. Al bachillerato rural de Santa Ana Tlapacoyan vienen jóvenes indígenas de comunidades cercanas; uno de los treinta estudiantes es hablante de zapoteco. Entre las personas de las comunidades oaxaqueñas hay una creencia generalizada respecto del VIH: es una enfermedad que le da a los gringos o a la gente de las ciudades. Un prejuicio que tiene mucho de resistencia, del recelo heredado del colonialismo. “Hay información, la hay y mucha, pero así como entra, sale”, dice Esteban Schmidt, activista que realiza talleres sobre género en comunidades indígenas de la región Mixe, al oriente de Oaxaca. Desde hace más de una década se habla de la extrema vulnerabilidad de los indígenas frente al VIH, pero el diagnóstico no se acompaña de una estrategia integral para hacer frente al reto. No existen siquiera estadísticas sobre el impacto de la epidemia entre la población hablante de lenguas indígenas. Apenas historias aisladas, como la de San Vicente Camalote, una comunidad oaxaqueña de la cuenca del Papaloapan donde, a partir de la muerte de tres personas en 2005 por complicaciones de VIH, la organización civil Visión Mundial desarrolló un proyecto de trabajo que arrojó una alta incidencia de infecciones de transmisión sexual y dos prácticas de riesgo generalizadas: iniciaciones sexuales sin protección con trabajadores y trabajadoras sexuales, y la migración a ciudades lejanas, donde se tienen prácticas sexuales sin condón. La amenaza está afuera Elvira también forma parte del proyecto Movil.com —que capacita líderes comunitarias para hablar de sexualidad con otros jóvenes en sus pueblos de origen. La joven de 22 años vive en San Pedro el Alto, a unas cuatro horas de la capital del estado. En su pueblo han encontrado la “solución” para evitar los embarazos precoces y las infecciones de transmisión sexual: después de las ocho de la noche está prohibido que las parejas anden por la calle; si se les sorprende van a dar a la cárcel. “Hace un año o dos pasó, una pareja terminó en la cárcel y el papá de la muchacha los obligó a casarse”. En San Pedro el Alto, como en la mayoría de las comunidades del estado, hay condones disponibles en los Centros de Salud, pero pocos jóvenes se animan a pedirlos, pues hay que llenar un montón de formularios. Pero las previsiones moralistas no contienen los riesgos. Las cantinas son los negocios más prósperos de las orillas de las cabeceras municipales. Ahí se concentran los servicios sexuales. La tradición se aboca a vigilar a las parejas, a salvaguardar la virginidad de las mujeres, mientras evita mirar detrás de las cortinas de los jacalones de focos rojos y música tenue, socorrido punto de reunión de los jóvenes que todavía no parten en busca de mejores condiciones de vida. Para Esteban Schmidt la rigidez en los roles de género es uno de los factores de riesgo más importante en la propagación del VIH. No se está aportando información clara y la que llega choca con la percepción de invulnerabilidad que suelen tener los varones indígenas. Los hombres consideran que todo lo relacionado con la salud es responsabilidad femenina, tan es así que las actividades de prevención organizadas tanto por las instituciones públicas —IMSS, Secretaría de Salud— como por las organizaciones civiles se concentran en las mujeres. Saltando la frontera del riesgo Unos llegan a realizar algún trámite burocrático —eternos y laberínticos como suelen ser en esta entidad de paternalismo y caos administrativo—, otros vienen a trabajar, muchos van de paso en su salida hacia el centro del país o más al norte. En todos los casos se trata de la primera escala en un viaje fuera de sus contextos culturales, donde el aislamiento, a veces incluso lingüístico, y la invisibilidad suelen favorecer al sexo sin protección. Una población en movimiento que es considerada la más vulnerable al VIH en su ir y venir a sus comunidades. La ausencia puede ser muy prolongada. El padre y los tíos de Elizabeth —otra de las líderes del programa Movil.com, ésta de Santa Ana Tlapacoyan, en el distrito de Zimatlán— llevan 10 años en Estados Unidos, pero regresan una vez al año para las fiestas patronales. Es lo común. Tan habitual como que regresen para embarazar a sus mujeres antes de irse de nuevo, como describe un funcionario del Instituto de Atención al Migrante, entrevistado como parte de una investigación sobre migración y VIH: “Conocemos familias en las que el esposo viene cada cinco años y regresa sólo para embarazar a la mujer. Viene nada más a eso, porque estando la mujer embarazada va estar quieta, tranquila, pasan tres años o cuatro años y vuelve a embarazarla para que tengan compromiso”. La investigación Migración y ruralización del SIDA: relatos de vulnerabilidad en comunidades indígenas de México de un equipo de expertos encabezado por Daniel Hernández-Rosete, del Instituto Politécnico Nacional, repasa varios testimonios donde se palpa la cotidianidad de los riesgos y un destello de conciencia que no suele transformarse en acciones preventivas. Una mujer zapoteca de San Pablo Huixtepec cuenta: “El otro día que me dice una señora: mi esposo no es infiel, mi esposo es bien santito, se espera hasta que llega. Créelo tú sola —le digo— porque yo no. Ya no me chupo el dedo, todos los hombres que se van y están tanto tiempo por ahí, no están solos. Siempre tienen que tener a alguien por ahí, aunque sea de pasadita, no exactamente para vivir con una mujer, pero sí van por ahí a darse sus necesidades… Y eso sí es un problema porque nos pueden traer enfermedades”. En contra de la prevención conspiran el machismo y el control social. Las mujeres viven a la espera del marido ausente, bajo la custodia de los suegros; en esas condiciones es difícil exigir condón: “lo que me voy a sacar es una regañiza y mejor digo no, yo sé que él no anda haciendo nada malo”, como prefiere pensar otra mujer de San Pablo Huixtepec. Educando para el futuro En Santa Ana Tlapacoyan, al sur de la capital, todavía en la zona de los valles centrales de Oaxaca, se realiza una de estas sesiones. Hay charlas, dinámicas, juegos. También preguntas de conceptos básicos a las que responden con una capacidad mnemotécnica aceptable. Estamos en un bachillerato rural, con varios salones de paredes blancas desnudas y ventiladores inútiles ante los 40 grados centígrados. Los estudiantes, todos veinteañeros, no son diferentes en atuendo a los de cualquier escuela pública de la ciudad. El ambiente relajado se consigue, hay bromas y naturalidad en el manejo del tema —“¿Dónde están los ovarios?”, “¿ya nos vamos?”, “¡hace mucho calor!”—, todos saben qué es el sida o que los embarazos se previenen con un condón. Ahora tratan de nombrar las partes de los órganos sexuales en un esquema mientras responden mensajes escritos por sus teléfonos celulares; el calor agobia y ya dos se salen a charlar afuera del salón: “¿Por qué la dejaste?...” La misión está cumplida. La última actividad es dejar un mensaje sobre lo que aprendieron. La frase, con sus múltiples variantes, es obligada: “Gracias por la información, nos será muy útil para nuestro futuro”. Los chavos y las chavas ya salen del aula, se abrazan, bromean, algunos van de prisa pues tienen que llegar a la carretera para tomar el transporte a casa. Todos van contentos, dedicados a lo suyo, a lo importante. Pueden repetir de memoria las formas de transmisión del VIH pero no lo perciben cercano, no se sienten en riesgo. Como dice Esteban Schmidt: “La información sobre VIH es como el álgebra, si no la conectamos con nuestra realidad no sirve para nada”. |
El triunfo cultural de Carlos Monsiváis VIH/sida en comunidades indígenas Opinión LA CONTRA Editorial
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