Número 158 |
Joaquín Hurtado Yerba De pronto el horror, la cajita de madera marca Cohiba que atesoro con avaricia está seca, mi suplemento mensual de mota se ha agotado, eso significa que tengo que emprender un viaje extenuante hacia los confines municipales exponiendo el pellejo bajo un sol endiablado y cruzar los dedos con devoción rogando a los astros que Marco esté en la esquina de siempre pero Marco no está. A los otros zetillas no les tengo confianza, ven mi pinta de esqueleto con mirada de juez y recelan, sólo el zetilla Marco sabe a lo que vengo y nadie como él me inspira confianza, nunca me ha timado, me dice por dónde salga y cómo me meta la yerba entre los testículos. Los zetillas son chavales que no pasan de los dieciocho, elásticos, altos, lampiños, hermosos, con el pelo casi a rape, piercing discreto en la oreja, perfumados con esencias elegantes, vestidos con tenis, short y camiseta de buena marca. Graves todos ellos, escoria impecable, quiero suponer que no les interesa mucho el sexo porque ni ven a las chicas en sus terrenos, forman una hermandad de adolescentes casi niños, fríos matones cuyo deber sagrado es imponer su ley con generosa derrama de sangre y terror. Su empresa trafica con algo más que protección, drogas y armas: lealtad, un recurso escaso en este mundo. Quizás un tatuaje indescifrable en su hombro viril quiera abonar mi hipótesis, es algo que yo no me atrevo a investigar. Seguramente es el signo de su compromiso de por vida con la muerte, quien no lo exhiba no pertenece al emporio que los zetas han creado donde antes era un insípido parque donde jugaban los niños mientras sus papás profesionistas hacían jogging escuchando sus mp3. Los zetillas son los encargados de la venta al menudeo de todas las sustancias químicas que los federales fingen perseguir, pero ellos y nosotros y los meros macizos sabemos que todo lo que aparece en diarios y televisión es puro cuento porque los dueños de este mercado son los mismos que aparecen en las noticias combatiéndolo. Yo tomo mi distancia y trato de ser invisible y me esfuerzo para que no se me noten las ansias de conectar tres tristes churros porque los zetas han prohibido su venta aquí. En esta colonia sólo se ofertan las drogas duras, las que garantizan adictos y plata. Ya no me interesan los rumores que no me constan, evito los dichos que se oyen después de las matanzas cotidianas. A mi sólo me gusta la mota, ahora estoy aquí todo apurado y decepcionado ya que Marco el de labios perfectos y cuello de venado no aparece. Más que por la dulce embriaguez y la agudización de los sentidos, me agrada fumar mariguana porque evidentemente ha mejorado mi estado de ánimo y mi salud física después de sobrevivir por veinte años al virus del sida. No me atrevo a preguntar a los zetillas sobre el paradero de Marco ya que eso le molestaría mucho, no quiere que los otros guerreros sepan que le pasa mota clandestina a su exprofe viejo, marica y agonizante por compasión. Entiendo que los profes somos muy odiados en todo el mundo. Ser maestro es más repulsivo y ruin que ser zetilla, narco grande, patrullero, militar, periodista, cura o presidente de la república. Me voy a casa con las manos vacías odiando tanto tener el sida y no poder vivir al menos en Denver donde el uso medicinal de la mota en casos como el mío es seguro, recomendable y legal. Con un doloroso y amargo nudo en la garganta trago media docena de antivirales y analgésicos, me meto en la cama y me sumerjo en el muladar de la tele pidiendo a los astros que en el noticiero no aparezca Marco, mi solidario zetilla, con el corazón destrozado por un cuerno de chivo |
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