Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de marzo de 2009 Num: 733

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las diez películas
MARCO ANTONIO CAMPOS

Hugo Gutiérrez Vega:
75 aniversario

JUAN DOMINGO ARGÜELLES

“No te suicidaras”
ARNOLDO KRAUS

Parque México
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ

Poemas sobre gatos
CHARLES BAUDELAIRE

Mi gato Tyke
JACK KEROUAC

Sergio Mondragón: vigencia del Aprendiz de brujo
RICARDO VENEGAS

Leer

Columnas:
Crónica
JUAN MANUEL GARCÍA
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

La vida muda

Pocos actores como Gerardo Trejoluna para reelaborar las inquietudes de su espíritu en algunas de las ficciones escénicas más notables de los últimos años. En particular, Trejoluna se ha concentrado en la confrontación de sus indagaciones como artista, siempre sólidas y sostenidas, con las leyes particulares del espectáculo unipersonal. Ello ha permitido que La vida muda, cuya temporada de estreno corre actualmente en el Teatro Casa de la Paz capitalino, sea el vértice último de una trilogía de montajes de ese corte, iniciada hace casi seis años con Autoconfesión. Tanto en ésta como en aquélla como en Tom Pain, Gerardo ha hecho de la intimidad un espectáculo en el sentido más noble de ambos términos. Para ilustrarlo mejor, podemos decir que Trejoluna ha dejado ver, en cada uno de estos proyectos, sus avatares como ser humano y su evolución como profesional de la escena.

La vida muda es en más de un sentido una celebración afectuosa de Trejoluna para su padre Felipe, fallecido hace pocos años, y cuyo apodo (Ciriaco) y una de cuyas actividades predilectas forman parte de la caracterología del protagonista del unipersonal cuya dirección de escena suscribe Rubén Ortiz. El Ciriaco de Trejoluna disloca, antes que efectuar un recorrido propiamente dicho, el instante preciso de la reconfiguración del Ser en memoria, del Yo en legado, del cuerpo y la palabra en evocación saturnina. El pasaje ontológico de Ciriaco hacia el más allá es la llave que habilita de una galería de impresiones respecto a las estaciones variadas del duelo y de la pérdida, a los entrecruces tragicómicos de la despedida, a las contradicciones inherentes a afirmar la vida en la finitud. El tiempo de la obra se convierte entonces en el de un solo instante, exacerbado y dispuesto a la manera de una cinta de Moebius. El fin de la existencia física de Ciriaco es por ende el punto que gira sobre sí mismo y traza una ficción endógena, con origen y sustento sólo en sus propias leyes y dentro de sus propios límites, anclada principalmente en la corporalidad y la imagen.

La corporalidad y la potencia y riqueza vocal en la interpretación no debieran sorprender a nadie, conocida no sólo la virtuosidad, sino también la disciplina innegable de Trejoluna como explorador perenne de sus propios alcances técnicos. Y la imaginería, por su parte, encuentra su mayor riqueza en las contribuciones de Alain Kerriou, cuyo tratamiento en video de pasajes filmados de algunas peleas de Ciriaco y de ciertos momentos de la videoteca más íntima del clan juegan con la idea de ese tiempo derogado, y con la yuxtaposición de emociones derivada del abrazo espeluznante pero redentor con la parca. Si a ello aunamos la colaboración destacada de Ari Brickman en el diseño sonoro, estimulante en la disección mediante loops de ciertos motivos recurrentes, de Krzystof Tadel en la composición musical, con una melodía en violín particularmente vivificante, y de Matías Gorlero y Caín Coronado en la iluminación, se concederá que el montaje está pleno de estímulos visuales y sonoros disfrutables en su amplia mayoría.


Fotos: Departamento de Difusión Cultural de la UAM

¿Qué podría obstar para el desarrollo pleno de esta ficción? Lo que efectivamente termina sucediendo: la distribución irregular de los estímulos referidos, la organización endeble de los materiales disponibles y de los hallazgos del proceso previo, la estructuración desnivelada del relato escénico. La labor de Ortiz como catalizador y distribuidor de este trabajo multidisciplinario no alcanza a generar cohesión ni unidad, afectando ostensiblemente la puesta a nivel de tempo narrativo y de ritmo dramático. La sensación creada en la transición del prólogo –un tanto hipertrofiado y en clave de clown– al cuerpo de la narración es elocuente: pese a lo estimulante de ciertos pasajes y recursos, cuesta trabajo asir y seguir la línea del relato debido a lo abrupto del propio giro narrativo. Y esta impresión sobrevolará el resto de la puesta: uno se queda con el deseo y hasta con la certeza de que hubiera sido preferible que se indagara más en ciertas vertientes y menos en otras. Uno termina extrañando, sencillamente, un poco más de consistencia en el desarrollo dramático de un proyecto que cuenta con no pocas cualidades, entre ellas el talento, la generosidad y la verdad escénica de uno de los actores más emblemáticos de nuestra historia teatral reciente.