Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de septiembre de 2008 Num: 706

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Visión del polvo
LEANDRO ARELLANO

Dos poemas
TASOS DENEGRIS

Tres crónicas tres

Alessandro Baricco: configurar la maravilla
JORGE ALBERTO GUDIÑO

Cuarenta años de la Teología de la Liberación
ÁNGEL DARÍO CARRERO entrevista con GUSTAVO GUTIÉRREZ

Noticieros matutinos: la insolencia de los mediocres
FERNANDO BUEN ABAD DOMÍNGUEZ

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Tres crónicas tres

Línea verde, savia urbana

Gonzalo Soltero

La línea tres del Metro es la columna vertebral de miles de rutinas por la ciudad. Desde que uno desciende las escaleras en la estación sureña donde comienza su recorrido (Universidad-Indios Verdes), inmediatamente se topa con el indefinible verde que la distingue. Las primeras asociaciones que vienen a la mente no pueden ser sino vegetales: ¿verde pasto, verde chícharo o verde tallo turgente de savia? No, no hay más que verde línea verde del Metro, que, además, engalana con su color los asientos de plástico que hay en cada vagón.

18:00 horas: la gente es poca sobre el andén. Abordo la cabeza de este enorme gusano naranja desde donde el conductor capitanea la marcha. Ya adentro, me asomo por la pequeña ventana que permite curiosear en su cabina. Veo los controles, de aspecto rudimentario para este vehículo que a diario recorre un equivalente a dos vueltas y media a la Tierra, transporta casi cinco millones de pasajeros y es el más barato del mundo.

El viaje comienza con un empujón que logra vencer la inercia del convoy y que sus tripulantes resienten con un ligero bamboleo. El Metro sale unos momentos al descampado, como tomando el aire que necesita antes de sumergirse en las profundidades de su recorrido.

Después de algunos momentos en que nos rodea una oscuridad casi completa, llegamos a las enmuraladas paredes de Copilco. Se abren las puertas y luego de unos cuantos segundos se vuelven a cerrar. Ir en el vagón del operador me permite verificar el complicado proceso tecnológico que permite decidir cuándo cerrar las puertas: sencillo, se asoma. Saca la cabeza hasta que aborde el último pasajero –o el cupo no dé para más–, y acciona el botón correspondiente. Suena el timbre y reinicia la marcha.

Como si fuera el Mictlantecuhtli o el Hades, la luz del sol perece en las profundidades del Metro; acá adentro, donde todo es entraña, el gas neón substituye al gas helio. Al entrar en Coyoacán nos recibe una de las pantallas que despliegan anuncios publicitarios con los tubos de neón al aire, mostrando impúdicamente los intestinos de su luminosidad. Volvemos a avanzar. Un foco azul que aparece de vez en cuando permite ver la rugosa superficie, como tripa de concreto, del túnel que nos devora.

Aunque algunas estaciones tienen características particulares, como los cientos de leones en cerámica que cubren en un coro de rugidos silenciosos las paredes de la de Etiopía, la mayoría pasan iguales, casi anodinas. Hasta los anuncios y la gente que hay en cada una parecen los mismos; lo único que nos permite diferenciarlas son sus símbolos. La iconografia de esta línea, además de ser accesible para niños y analfabetas como la del resto del Metro, tiene una característica particular: los iconos de dos estaciones tienen el poder de invocar lo que representan: en Hospital General y Centro Médico, varios doctores y enfermeras abordan el vagón.

El avanzar del Metro es un pulso ligeramente arrítmico, marcado por las paradas que interrumpen su trayectoria. Con la velocidad que estos latidos le imponen, sobre el andén irrumpe la población que lo habita. Siempre hay alguien poblando los extremos: una pareja de novios que buscan la esquina alcahueta; una familia indigente descansando en esa sosegada orilla; o algún chemo que forma la nube en que flota a partir del resistol que inhala en la tolerancia de su rincón.


Fotos: Ludger Knepper

El cañón de Balderas anuncia la llegada de tres héroes nacionales: Juárez, Hidalgo y Allende. Las glorias patrias miran impotentes los aspectos más sombríos del Metro, como el de los suicidios. Puede ser que el Metro sea el medio más barato y rápido para despedirse de todo. El boleto para el otro mundo cuesta dos pesos y uno llega tan pronto como se decida a saltar.

Un desahucio similar provocan los carteles con fotos de gente extraviada. Quién podrá encontrarlos aquí, entre tanta multitud, si uno no se acuerda ni de quién viajó a su lado por media hora con un codo en las costillas, el sobaco en la nariz, la mano en el culo o la intención en la cartera.

Entre Tlatelolco y Potrero, el Metro hundido sale al aire y da un respiro. El panorama cambia, ya no somos un intestino de esta ciudad, sino más bien un vaso capilar en su epidermis. El campo visual es muy distinto al punto de partida, se ven algunos cerros cubiertos de un verde más profundo que el de esta línea. Aparece Insurgentes Norte con famélicos camellones arbolados que aún así contrastan con los paquidérmicos puentes de concreto.

Metro Indios Verdes. Entre miles de camiones y peseras que a diario alimentan esta línea, aparece una estatua que lo mira todo con aire desconcertado. Es, ni más ni menos, uno de los indios verdes; los ídolos imperturbables que vigilan el vaivén de la línea que lleva su mismo color.

Es el final de la ruta. Veintiún estaciones en cuarenta y cinco minutos, tiempo promedio. La línea verde parece marchitarse en sus confines, pero los vagones, como la serpiente que se muerde la cola, dan un respingo, cambian el sentido y vuelven a circular.



Alexandre Gagne-ZoneZero,
Insomnio, Canadá, 2003

Y la muerte me cerró los párpados

Antonio Monter Rodríguez

I

Otra vez Alejandra se divorciaba de la realidad y comenzaba el vía crucis dramatizado de un intenso ir y venir por los territorios ocupados por la nieve, los chochos, las anfetas, la pasta base, el churro, el marrano, etcétera. Con énfasis y sin sueños, sin noción de extremos o de dulzura, sin afecto o cariñoso desdén. En la nada se embarraba de júbilo por una vida apresurada entre sábanas, entre luciérnagas que iluminaban los adioses más vivaces y más catastróficos que un derrumbe del cerro en plena carretera transitada.

De una pieza, sin adornos, sin bronces. Tan diminuta como interminable, tan interminable como disuelta en un mar de cocaína sin parámetros de riesgo, sin prefiguraciones ni prejuicios. Así me buscó, así la encontré. Juntamos nuestras manos en el imaginario amor que sólo se idealiza desde el esperpento, sembrando posibilidades en un río que navegamos a contracorriente, de noche, sin luz, para Alejandra ni la más tenue. El túnel no tenía respiraderos y del laberinto ella era el Minotauro.

II

Andábamos buscando epitafio. Puso el billete enrollado y luego la nariz diminuta para aspirar el gusano. De un solo jalón, de buen humor se retacó las fosas de doble fondo, sonriente limpió su reflejo sobre el plato hasta dejarlo radiante, con las sobras acarició sus encías y comenzó por quitarse el suéter. Desnuda. Con sus tetas colgantes frente al espejo, los pezones raídos, su barriga saliente, desproporcionada en relación con su esqueleto enteco, esmirriado y cruel a la retina más dura. Alejandra tiene veinte años y aún se asoman ciertos referentes de belleza en su mirada, lúcida en la nieve que ya inhaló, perdida en la vagancia de la incontrolable caída, el bajón sin paracaídas que intenta someter con tragos largos de whisky. No puede beber, se pone loca y, sin embargo, yo soy menos que un asterisco que se trabó de hierba y apenas si puede abrir la boca para recibir los embates del Buchanans que ella encontró debajo de la cama, el líquido amarillo en botella verde de la última vez que se vendió a Pedro o a Juan o a usted o a éste, ya no se acuerda y a mí no me importa mucho esa historia.

Alejandra existe desde hace seis horas. Me sacó del burdel y paramos donde Luna para que nos surtiera: tres grapas, dos piedras y unos churros, como la despensa en el supermercado. Mi hermana sí sabe, de la buena, de la que si te doy te haces adicto y no sales ¿no te importa? Ven, hazte pa'cá, un beso, vamos a mi mansión y te invito un trago. Ríe. Fuimos a la suntuosa suite de tres por tres: una cama individual destendida, un rompecabezas de envases de cerveza disperso por el piso y un pantalón y una blusa colgados en un gancho que pendía en cascada desde la manija de la puerta del estrecho baño. Me contó que Luna no es tiradora de droga, yo le hago mis encargos y ella la compra con el Cacas, ese sí es dealer. Una vez metieron a Luna a barandilla porque le rajó la cara a un pendejo con una navaja, estuvo guardada tres semanas y yo dando dinero pa'que la sacaran. Se me acabó, el Cacas ya no me quiso fiar y me dijo que sólo si se la chupaba, que hasta me regalaba, yo ansiosa y trabada a la mitad del viaje le puse tremenda mordida que después ya no supe. Luna me sacó de la Cruz Roja por la madriza, a fuerzas, porque ya me querían encerrar por viciosa, ya sabes, que a la correccional de menores. Explotó la carcajada, se le inundaron los ojos de ansiedad y congestión y balbuceó: –Ya viste, parezco una niñita –antes de caer sobre mi estómago atiborrada de un catálogo de insuficiencias. Alejandra calló, se fue, se fugó. La sentí dormir sobre mi cuerpo, recorrí un par de veces su espalda con cicatrices, cruces, veredas, breves centímetros de gracia, con el tacto de marihuana advertí la soledad que manaba sin descanso desde sus costillas. Supuse que yo también iba a dormir inmediatamente, pero estuve observando sin descanso un cuerpo inerte, lánguido, vencido, estrecho y seco. Me ganó el cansancio y yo creo que hasta pasó la muerte a cerrarme los párpados.


Tinieblas, el gigante sabio

Raúl Mejía

Yo fui aficionado al pancracio. Un devoto del costalazo.

No recuerdo la edad a la que adquirí tan apasionante adicción. No más de once años, seguro. Fue cuando mi papá discurrió llevarnos al inicio de la temporada un domingo a la Plaza de Toros, “la más taurina de América”, en Morelia. Antes de esa primera incursión, seguía las aventuras de los gladiadores a través de la Revista de Box y Lucha que, inefables, estaban dispuestas en la peluquería de Huape y en los posters que algunos domingos salían en Novedades. Los anuncios pegados en las esquinas cumplían la función de potenciar el deseo que parecía devenir incompleto (y por lo tanto verdadero deseo). Así, Blue Demon, Santo, El Nazi, Dorrell Dixson eran sólo posters que tapizaban mi recámara... hasta que mi papá nos dijo “nos vamos a ver a Blue Demon” y supe que estaría en las estrellas.

Me gustaban las luchas. Por mucho tiempo mi padre hizo de las luchas la razón de nuestro domingo: relevos australianos, parejas, mano a mano, luchas de mujeres (La Malinche, Marina Rey) y de enanos. De todo. Mi favorito era un luchador perfectamente desconocido: Raffles, el manos de seda. Un acróbata del cuadrilátero.

Nunca me sentí más impactado, sin embargo, como cuando empecé a saber de la existencia de un verdadero gladiador (los demás eran meras aproximaciones) cuyo nombre era inolvidable: Tinieblas. Supe de él, claro, por las revistas de Huape. Todo en él era diferente. Incluso Anibal y El Solitario, mis máximos de ese momento, quedaban minimizados ante la visión estética de Tinieblas, quien además, ahora lo puedo decir sin ambages, era un intelectual. Su sección “Usted pregunta, Tinieblas responde” se convirtió en consulta obligada y semanal en la peluquería, por diez centavos la alquilada de la revista de box y lucha (sin “peluqueada” no había derecho a la literatura). ¡Cuántas cosas sabía este luchador! Casi puedo decir que Santo, el enmascarado de plata, por poco es relegado con todo y sus portentosas películas en donde invariablemente funge como investigador, científico, galán, luchador y buen hombre. Lo raro del caso es que Tinieblas casi nunca luchaba. ¿Existía Tinieblas? Los expertos, Huape entre ellos, cuyas doctas opiniones sobre el género yo tomaba como las tablas de la ley y cuyas sentencias las convertía en mantras, sentenciaban que era una farsa; El Solitario y Anibal no le dedicaban ni una palabra.

Sobra decirlo: se convirtió en mi héroe en un momento en que mis delirios lucheriles estaban a punto de ceder ante el empuje de nuevas referencias: otros iconos empezaban a reclamar mi atención: el rock. Los Beatles no podían seguir siendo ignorados y se corría el rumor de que Abbey Road era su última producción discográfica. Yo pasé horas absorto en la portada del disco que me prestaba Alejandro, en cada uno de los detalles de los greñudos de Liverpool cruzando una calle que, treinta y dos años después, yo cruzaría extasiado ante la mirada circunspecta de Maya que no entendía por qué tanta ilusión por cruzar una calle londinense... por mucho y que hubiesen sido Los Beatles los que sentaron el precedente iconográfico; cuestión generacional, claro.

El caso es que cuando Tinieblas ya era todo un mito y que su máscara amarilla, sin boca ni ojos y sí un abismo negro por cara, formaba parte de mi devoción clásica, se dio el milagro: Tinieblas lucharía en Morelia y justo cuando mi papá había dado por terminado el interés por el pancracio y asistir al magno evento era una cuestión, en sentido estricto, crematística, es decir, de dinero.

¿Cómo le hice? No recuerdo pero ahí estaba, en ring side, babeando expectante ante la llegada del gigante sabio. No escuchaba nada, todo en mí era santidad. La algarabía de mi alrededor me resultaba indiferente. El marco de la presentación de mi héroe se daba en silencio. Lo anunciaron y llegó como lo hacen los grandes: saltando de un impulso atlético las cuerdas y saludando al respetable.

Cuando la lucha terminó, no sé, no recuerdo cómo logré colarme al pasillo que lleva a los vestidores, pero ahí me encontré. A lo lejos, el gigante se acercaba rodeado de fans y repartiendo autógrafos. Por alguna conjunción estelar favorable a Capricornio, el tipo quedó frente a mí. Seguramente me estaba mirando, pero ¿cómo saberlo si no había cara? Recuerdo haber balbuceado “Tinieblas” y él, magnánimo, me revolvió el pelo, se alejó y me rozó con su corpachón. Incluso recuerdo haber tocado su bíceps que era duro como el cemento.

Treinta y cinco años después, o más o menos esa cantidad monstruosa de años, releo una añeja entrevista al luchador. Efectivamente era un producto comercial (como lo fueron Los Monkees , la respuesta gringa y fallida a Los Beatles). Nunca fue campeón ni tuvo un historial digno en el pancracio. Era, eso sí, un tipo con cierto sentido de la mesura: eso de que le ofrecieran vender su personaje para convertirlo en un luchador ciego y que rechazara tal infamia habla bien del viejo Tinieblas... pero intentar después –¿a los sesenta años?– hacer de él un ser de otro planeta, elegido para proteger, modestamente, al universo, cinematográficamente y en comic, fue para mí una pequeña decepción.

En aquellos remotos 1968, 1969, 1970, yo tenía entre doce y catorce años. Hoy tengo cincuenta y dos y sigo con la misma sensación de júbilo cuando recuerdo mi encuentro con este gladiador de más de metro noventa de estatura, que me dice sus humanas experiencias en una revista de cultura, cuando simulaba ser un gigante letrado.