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Juan Domingo Argüelles
Vitalismo y vitalicismo
Alguien que suele frecuentar eso que algunos llaman el medio literario (y que no es otra cosa que el miedo literario), me aseguró, confidencialmente, que en ese ambiente tan refinado, tan gentil y tan primoroso, se me clasifica o encasilla en la denominación de poeta “vitalista”.
Me reveló el pecado, no así el nombre del pecador, lo cual está bien porque, de otro modo, el chisme perdería su encanto, y el chismoso dejaría de ser un divertido anónimo para convertirse en un antipático denostador.
La verdad es que este término (“vitalista”), que seguramente se pronuncia con un énfasis inquietante de náusea y aversión (“vi-ta-lis-ta”), como decir, para los marxistas, reaccionario o, para los vanguardistas, arcaico o decrépito, no sólo me place sino que me resulta un estigma tan satisfactorio como una herida a la que en vez de ponerle vitacilina debo arrojarle sal y un chorro de miel silvestre. Para que arda más, ¡y a todo placer!
Voy al Diccionario de uso del español, de María Moliner y leo que el “vitalismo” es “la actitud de la persona dotada de gran vitalidad”. Yo, que soy un enfermo crónico y que antes me quejaba mucho, me siento inmensamente feliz de ser un vitalista. ¡Si lo hubiera sabido antes, no me quejo!
Lo que pasa es que, por lo visto, en México, los poetas sólo pueden dividirse hoy en vitalistas y en vitalicistas , y estos últimos no son, aunque lo parezca, los que le echan mucha vitacilina a sus heridas de la carne y el espíritu, sino los que, desde su más tierna infancia literaria (es decir desde que gatean) sólo piensan en conseguir y disfrutar una renta vitalicia.
Si la vitalidad es la gran aptitud o impulso para vivir o desarrollarse, el vitalicismo (que no vitalismo) es la aptitud o el impulso que lleva a muchos no a pensar, antes que nada, en hacer una obra literaria ambiciosa, sino a buscar, sobre todo, una renta vitalicia para escribir sus alambicados poemas que hablan no de su ímpetu de vida, sino de la ineptitud para vivir, con un lenguaje inextricable e incomprensible, porque este lenguaje es el que tiene fama de ser usado por los más inteligentes.
En un libro precioso que, de unos meses a la fecha, recomiendo a cada rato, Las consolaciones de la filosofía (México, Taurus, 2007), su autor Alain de Botton nos dice que lo que se lee con facilidad rara vez ha sido sencillo de escribir, y que existen muchas probabilidades de que una escritura incomprensible sea fruto de la pereza antes que de la inteligencia de su autor.
Por lo anterior, Alain de Botton concluye que escribir con sencillez y claridad requiere valor, “pues te arriesgas a que te ignoren y te tachen de ingenuo quienes mantienen la firme convicción de que la escritura indigesta es el sello de la inteligencia”.
Lo cierto es que la claridad para expresar las ideas y los sentimientos es lo que caracteriza a los autores y a los libros que no podemos olvidar. Ningún poeta ha trascendido los siglos por el vicio de ser confuso o ininteligible. Recordemos a Antonio Machado, citando a su maestro Juan de Mairena: “Si tu pensamiento no es naturalmente oscuro, ¿para qué lo enturbias? Y si lo es, no pienses que pueda clarificarse con retórica.”
En su libro El arte de leer (1912), Émile Faguet describe, a su entender, cómo han procedido los poetas artificiosamente oscuros. Su descripción sigue siendo espléndida: “Primero, han pensado claramente , como todo el mundo; luego, por medio de pacientes substituciones de palabras exactas por palabras impropias, de giros simples por giros extravagantes, de giros directos por inversiones, han oscurecido progresivamente su texto. Han hecho exactamente lo contrario de lo que hacen los autores ‘que escriben para ser entendidos.'”
Lo que sucede con la poesía que no se entiende es que, además de tener mucha propaganda favorable (ni modo que el reseñista ande diciendo que no la entiende), posee un enormísimo éxito en los medios académicos y entre los aspirantes a doctores en Letras, pues les da mucha tela de dónde cortar, para hacer tesis y aventurar interpretaciones freudianas, lacanianas, derridianas, etcétera, y mientras menos se entienda algo, más hallazgos y descubrimientos hacen los exegetas que con ello suben puntos y escalafones. (En los departamentos de estudios hispánicos de las universidades extranjeras saben muchísimo de esto.)
En conclusión, “vitalista” solamente es un insulto para los que están aburridos de vivir.
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