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De la tele y los libros
La televisión en México no lo va admitir nunca de manera llana y franca, pero es enemiga de los libros. A veces algún conductor de noticieros, confundiendo la necesidad nutricia del intelecto que supone la lectura con una herramienta de prestigio para su propia imagen, se aviene a presentar un libro, a charlar contadísimos dos o tres minutos con un autor y darle a sus emisiones un aire sofisticado, de “alta cultura”. Después volverá a sus sabrosas notas de sangre, al denuesto de los adversarios disidentes del monolito al que él mismo, la empresa en que trabaja, sostienen, a las notas insustanciales con que rellenar el ideario colectivo, la masa pueril, intonsa, dúctil y maleable para que un centenario sistema de castas, apenas maquillado, siga operando en México a favor de unos pocos de ésos que Paco Ignacio Taibo II, como ya se ha dicho alguna vez aquí, dio en bautizar afortunadamente, en el transcurso de una entrevista precisamente que le hicieron en la televisión, de perfectos perversos hijos de la chingada.
Salvo raras, rarísimas excepciones como Domingo 7, de TV Azteca, o las felices producciones que en materia de libros y autores transmiten Canal Once y Canal 22, ambos ligados a instituciones educativas o estatales, de divulgación cultural, los libros suelen ser una oportuna ausencia en el discurso televisivo. Pero antes no era así. Aunque con lamentable adolescencia en términos de producción y recursos, hubo buenos programas dedicados a la literatura como motor del pensamiento social que hallaron en la televisión –eran los tiempos todavía de la televisora estatal Imevisión– un vehículo idóneo para refrendar en la sociedad mexicana, ávida de cosas interesantes, la necesidad, que no solamente el placer, de leer. Y más importante, de leer autores mexicanos y latinoamericanos que fueron los alarifes responsables de un templo hoy casi olvidado. Allá, en la lastimosa distancia del olvido colectivo, por ejemplo, los espacios de Maruxa Villalta y Ricardo Garibay.
Recién fui invitado generosamente por Guillermo Quijas, Leonardo Da Jandra y Martín Solares al II Encuentro Internacional de Escritores Oaxaca 2008 (redacto esto desde una mesa del comedor del hotel en que amablemente alojaron a este resabioso redactor con todo y su pesado equipaje de manías). Allí, aquí, como en otras ocasiones, me tocó ir a una escuela a platicar con los alumnos sobre libros, el placer de leer, el a veces inconfesable, onanista casi, placer de escribir. Es maravilloso platicar con chamacos de dieciséis, diecisiete años, pero es pavoroso preguntarles a ellos, a los muchachos y las muchachas, y constatar que la televisión, al menos en estas generaciones carentes ya de un verdadero arraigo identitario y cultural, la televisión –porque tuvo razón Federico Arreola cuando dijo que al final la guerra entre ética y pragmatismo la va a conquistar la eficiencia neoliberal– va ganando (me cuesta trabajo, mucho trabajo admitir que ha ganado ya, hace mucho, hace demasiado) la partida a la literatura, y que los esfuerzos de narradores, poetas y ensayistas, y de sus editores, si es que quedan editores a los que importe más el aspecto literario que el mercantil, están destinados a la trituradora indolencia de una masa joven y enajenada, inapetente consuetudinaria, aburrida de sí misma y de las posibilidades que pudiese encontrar en el mero hecho de estar vivo, porque sus intereses venales están en otro lado; son habitantes de territorio como el de los tintes para el cabello, el de las modas siempre pasajeras pero siempre presentes, en la estulticia vociferante y rediviva de un partido de futbol, en el color de una camiseta equipera, en la música fácil, en cualquier manifestación más o menos artística que no le exija mayor compromiso que el de sintonizar un programa, conocer de un producto, ir a comprarlo, sin un interés genuino (y mucho menos espontáneo) en conocer la propia historia, la del mundo, reconocer al otro por medio de un libro, tal vez para evitar reconocerse así, adolescentes, carentes de conocimiento o lugar, confrontados con la propia consternación de la toma de conciencia en el México de hoy, el que todos los días cancela la posibilidad de algo. Porque en el fondo, hoy, la sociedad mexicana no es una sociedad culta, ni lectora, ni medianamente informada, sino una sociedad manipulada, televidente, telecreyente, absolutamente alienada, aunque resistencias loables todavía las haya, de sí misma, de su historia y de sus propias, intrínsecas deudas.
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