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¡Pero qué mal toca Goran Bregovic!
¡Por eso me encanta! Por la humana condición con que dirige un espectáculo que se arroja en clavado franco hacia su audiencia, dejando atrás los más “pulcros” elementos de la corrección sonora. Porque escuchándolo en vivo se reordenan los adjetivos que comúnmente aplicamos al genio probado, forzando a la bella contradicción del arte que verdaderamente respira.
Líder de un noneto al que se agrega como diez sobre la cancha, el compositor logra lo que para muchos es mera ambición pasada por las aguas del esnobismo. Esto es: mostrar orgullosamente sus raíces, compartir querencias con músicos coterráneos en el dolor histórico (serbios y yugos), mantener la función social de su hacer y, por si fuera poco, insertarlo en la actualidad para levantar de sus asientos a casi mil quinientas personas que, con una enorme sonrisa en la cara y al otro lado de su mundo –literalmente–, se entregan a un baile que les compete sin importar edad o condición.
Entonces, ¿qué tienen que ver estos logros con lo mal que toca Goran Bregovic? Mucho. Porque lo suyo no se trata de “virtuosismos”, ni de “dominios técnicos”, ni de “concisión rítmica”, ni de “cuadraturas estructurales”, ni de la “típica volatilidad” de las bandas gitanas balcánicas; todos clichés verbales ante la velocidad huracanada o la falsa alegría de “borrachos” que, parecidos a muchos de los intérpretes de color venidos de África, también saben engañar al turista melómano que en su propia tierra se conforma con ver trajes y bailes “folclóricos”.
No. El grupo de Goran toca feo pero con muchísima gracia. Con duende, como dirían los españoles. Auténticos animales de taberna, quienes componen su maquinaria saben por qué hacen lo que hacen, aunque por momentos no sepan hacerlo limpiamente. El resultado de tan natural fenómeno es una masa llena de vitalidad, gozosa por su potente exterior, por su aplastante resultado, mas no por la filigrana interna. En ese sentido podríamos comparar a esta llamada Orquesta para Bodas y Funerales con una puerta maciza, mancillada por el tiempo, útil como nunca para abrirse o cerrarse en su conciencia de alteridad.
Entenderá el lector que desde su nombre, la función y objetivos del combo se revelan. Música para la felicidad del enamoramiento y para la tristeza de la despedida; un pegamento ante la multitud que no sólo unifica, sino que además hipnotiza, droga, marea, obliga al olvido e insita a la ritual. Por ello valen tanto la camisa fuera del pantalón al final del concierto, ya con el vaso de vino en la mano, las conversaciones a micrófono abierto de quienes por momentos han de sentarse para dejar tocar a un colega, la sonrisa franca y la preparación de la fiesta venidera, irremediable, sin tener que gritar o azuzar de más a su público.
Por otro lado, y siendo absolutamente honestos, no es que Goran toque mal. Desde luego que no. Son él, sus coristas (dos yugoslavas absolutamente inolvidables) y su cantante-percusionista principal, quienes más pueden lucir un largo entrenamiento. El resto de los acompañantes, por el contrario, han de someterse a la unidad para lograr impacto. De ahí que los solos durante su presentación caigan más en la ingenua obligación ante un público de festival, que ante la necesidad de dos novios o de un cadáver que sigue muriendo.
Es momento de aclarar, ahora sí, que hablamos de la presentación de Goran Bregovic (compositor de bandas sonoras como la de la película Underground, dirigida por su colega Emir Kusturica) en el Teatro de la Ciudad del DF durante el Festival de México en el Centro Histórico, hace apenas tres semanas. Igualmente hay que decir que hoy ya habrá pasado su aparición en el Zócalo capitalino al lado de una banda oaxaqueña, lo que a todas luces parece una buena idea, pues el espíritu de ambos trabajos radica en su posición dentro de la cotidianidad social.
Punto memorable dentro de este ciclo festivo, grieta cultural para el país entero, los conciertos de Bregovic deberán ser referencia en el camino de una industria que hoy ha perdido la carretera internándose en terracerías intransitables. Big Bang de física acústica, desde su comienzo con los instrumentistas caminando entre butacas, con las coristas rajándonos el ánimo en cuatro, con la simpatía de su director vestido en blanco inmaculado, y de ahí al uso sabio de programaciones “cuantizadas” al momento y hasta el final apoteósico para el que ya no hubo repertorio que calmara a una audiencia enloquecida, la presencia de Goran merece calificarse, decíamos, no desde la verborrea de la presa –o prensa– felizmente abatida, sino desde quien paga por un conjunto de bodas o funerales y queda enamorado ante la efectiva unción lograda por su billetera.
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