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Nostalgia del Tío Gamboín
Para Fernanda Melchor:
¡Albricias, doña Falanja!
Suena pueril pero este aporreateclas extraña al Tío Gamboín porque representaba una suerte de inocencia que hace mucho perdimos. Nacido a mitad de los años sesenta, crecí con la primera televisión en color y con los conductores de programas de la barra infantil que hicieron historia y escuela. Allí desde luego el tío Gamboín y algunos otros: Chabelo, Rogelio y Genaro Moreno. Mi abuelo paterno fue amigo de locutores de la radio, miembros de esa especie de fraternidad que poco a poco, algunos con gran reserva, fue brincando a la televisión durante los años cincuenta para consolidarse en la Televisa de los sesenta y setenta: Pedro Ferriz, El Dr. IQ, Daniel Arcaraz, Francisco Fuentes Madaleno y Ramiro Gamboa formaban parte de esa reducida cofradía que ya desde sus años de la radio se reunía a tomar café y hacer ingenioso cambio de puyas rigurosamente caballerescas –solían, por ejemplo, hablarse de usted– en el Café San José, que estaba en la calle Ayuntamiento, frente a la XEW de la que todos ellos formaron parte, o en el Café Palermo de Balderas. Allí forjaron largas amistades que perduraron durante el resto de todas esas vidas. Eran gente de vieja escuela. Hoy no me puedo imaginar a un Adal Ramones sosteniendo exitosamente por treinta años El club del hogar. Hoy Caralimpia bailaría reguetón y tambora recitando albures.
Vendrían después otros, pintorescos como el burdo tapatío Tío Carmelo que recomendaba "no te dejes, si te pegan agárralos a patadas" o versaba horribles anuncios: "No comas tierra, mejor cómete un pastel de Somosierra."
Gamboa fue de los que se adaptaron bien a la televisión de los años setenta. México Clasemedia negaba la sangre de Tlatelolco y vivía una neurosis colectiva de admiración a Estados Unidos y su parafernalia de modernismos presuntos, sus parques de diversiones, su pujanza económica. La tele promovía viajes al extranjero y acusaba una acendrada proliferación de campañas publicitarias que poco tardaron en convertirse en la justificación primordial de la existencia –y enorme riqueza– del medio. Ramiro Gamboa, actor y locutor que había empezado carrera en una minúscula estación radiofónica de su padre en su natal Mérida, se convirtió de pronto en el tío de todos los niños mexicanos de entonces, el Tío Gamboín que estaba todos los días entre caricatura y caricatura haciendo recomendaciones: que Luisito no tire la leche, dijo un día, y mi hermano, que tenía dos manos izquierdas, de la emoción, porque éramos sobrinos oficiales con credencial y todo, tiró leche, huevo, plato y cuchara.
Gozábamos con la nutrida colección de muñecos y juguetes que decía haber reunido en sus muchos viajes por el mundo. A veces los llevaba al foro y lo "acompañaban" a lo largo de la transmisión. Entrañables fueron entonces Pacho, Pacholín y Salchichita, perritos de peluche, de pilas o cuerda que caminaban o ladraban. Recuerdo también un monito que con ojos como de hipnotizado chocaba unos platillos minúsculos, de orquesta de duendes.
A lo mejor por esto me caen mal los gatos: un día junto al Tío apareció un peluche ajeno, un gato morado, imbécil y pésima imitación de los títeres que Jim Henson había hecho mundialmente famosos con sus Muppets. Se llamaba "Gecé", y pasaba la tarde diciendo estupideces. El nombre venía de las siglas de Canal 5: XHGC. Ésa, que siempre nos pareció una intrusión que trucaba el espacio tradicional del Tío en una especie de dúo lamentable, marcaría el inicio de su declive en la tele, signando otra consecuencia de las muchas malas decisiones que suelen tomar los ejecutivos del medio. Al poco tiempo en lugar del Tío Gamboín quedaron el gato y una gata igual de odiosa, de cuyo nombre ni siquiera puedo acordarme. Entonces dejé de ver Canal 5 por las tardes. Supongo que si a otros les pasó lo mismo, la televisora debió, tarde, lamentar su error. Eran los tiempos de La canica azul en Imevisión.
En 1990 Gamboa tuvo un pequeño papel en la telenovela Desafío. Ya era un viejo. Mi hermano, que tiene contacto con la farándula, reunió a Gamboa y a mi abuelo a principios de los años noventa en Guadalajara. Uno no oía, el otro apenas podía ver. No sé qué se dijeron los ancianos, pero supongo que experimentaron por igual gusto y espanto porque el tiempo no perdona a nadie. Poco tiempo después los dos murieron sumando sus historias, sus vidas llenas de aventuras y de una inocencia hoy imposible, al abismo insondable de un olvido del que estas líneas recién intentan este nimio, tristón rescate.
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