En buena parte del país se viven momentos críticos en materia de seguridad pública. Grupos del crimen organizado, tanto cárteles nacionales como escisiones o réplicas locales menores, generan una creciente y salvaje criminalidad que provoca justificada preocupación e irritación sociales, sin que el Estado, y los gobiernos como parte de éste, en particular el federal, logren las contenciones deseadas.
La política obradorista de “abrazos, no balazos”, no ha tenido los resultados que se pretendían, mientras la trágica realidad cotidiana no deja demasiado espacio y consideración a las expectativas a mediano y largo plazos de resolución de las causas de fondo que producen delictividad.
Hoy, son demasiados los muertos y las tragedias en espera de que funcione el tratamiento no inmediatista que se ha recetado desde Palacio Nacional. También es una ironía que el empoderamiento desmesurado de los militares y el enorme gasto público destinado a la Guardia Nacional, la Defensa Nacional y la Marina no se traduzcan en signos concretos de reducción de la inseguridad, tarea esta que no corresponde sino a los civiles, pero que el necesario pragmatismo les ha asignado.
Sin embargo, el tema (multifactorial y de difícil procesamiento) tiene historia y contexto que es menester no relegar u olvidar. El Presidente de la República aportó ayer un dato central: hoy las muertes relacionadas con el crimen organizado son más que durante las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, pero el primero arrancó virtualmente de cero y llevó las cifras a niveles escandalosamente elevados, en una tendencia que se acrecentó hasta llegar a números como los actuales.
Basta recordar que a finales del gobierno de Vicente Fox no se tenía ni remotamente una situación parecida a la que desató y sostuvo Calderón con su nefasta declaración de la “guerra contra el narcotráfico”, ideada para tratar de ganar legitimidad después del fraude electoral que lo llevó a Los Pinos y, además, para sintonizar con los propósitos turbios de agencias de seguridad e inteligencia estadunidense que así lograron imponer planes de debilitamiento, confusión y división en un México dirigido por un panista tambaleante, vengativo y socialmente insensible.
La administración calderonista insertó a México en la espiral de la narcopolítica, con Genaro García Luna como secretario de protección negociada de cárteles y ataque faccioso a los adversos. La procuración de justicia (Eduardo Medina Mora, Marisela Morales), el manejo de la política interior (¡cinco secretarios de Gobernación, dos de ellos muertos en accidentes aéreos: Mouriño Terrazo y Blake Mora!) y varias de las secretarías de Estado fueron alineadas en un proyecto que combinaba corrupción, clasismo y entreveramientos con proyectos empresariales y políticos que remarcaron la gran desigualdad económica y social.
Es una ofensa a la memoria colectiva la cínica pretensión calderonista de atribuir a sus políticas criminales una aureola de valentía confrontacional. Sus desplantes, su sociopatía, dieron inicio a la espiral trágica que no se podría frenar, en términos de efectismo, no de solución real, más que recurriendo al mismo método felipista: el baño de sangre, que a fin de cuentas no reportó ninguna mejoría en la seguridad pública, sino, por el contrario, la inmersión del país en esa espiral que se sigue viviendo.
Es necesario, sí, atender las demandas de corrección en lo que corresponda a las políticas de seguridad pública, pero también es necesario distinguir entre las voces genuinamente preocupadas por una realidad criminal desbordada y las que, habiendo sido responsables o corresponsables de lo que ha sucedido y sucede, profieren críticas cargadas de cinismo y desmemoria.
Y, mientras Morena prepara un acto en Coahuila para encarrilarse hacia la elección de gobernador de esa entidad el año venidero, ¡hasta el próximo lunes!
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