Hoy que Elena Poniatowska cumple 90 años, no puedo despojarme de la imagen de dos niñas, ella y su hermana Kitzia, en el barco Marqués de Comillas que las llevó con su madre de Francia a Cuba y, de ahí, en avión a México. “Por las noches” –cuenta Elena sobre su abuela– nos enseñaba una revista, National Geographic, donde aparecían hombres y mujeres con huesos atravesados arriba de la cabeza, los labios deformados. Mientras las hojeábamos nos decía: ‘Miren niñas, esto es México’.
“Nos contaba que llegando ahí nos iban a sacar la sangre y nos iban a comer crudas. Por eso, cuando llegué a México, yo tenía mucho miedo por todo lo que mi abuela nos había dicho, pero obviamente lo decía porque no quería que la dejáramos sola”. No obstante, cuando llegó, a los 10 años, se admiró con las naranjas: “Tomar un jugo que era como beber oro líquido”.
Entre el espanto y el prodigio ha transcurrido la vida pública de Elena; dividida entre esas dos sensaciones, armada sólo con su capacidad de preguntarse. A diferencia del otro gran cronista de México y lo mexicano, Carlos Monsiváis, lo que centra a Elena no es la aseveración y el aforismo, sino la curiosidad y la búsqueda: “Hice entrevistas por una razón personal y es porque estoy llena de preguntas y nunca he tenido una respuesta”.
Tampoco puedo evitar esta otra imagen que ha contado: sin saber español, ella y su hermana escuchaban el programa de terror El monje loco, y sin entender nada, se asustaban con las risas, los quejidos, los gritos, las pisadas. Veo la escritura de Poniatowska como la indagación de ese misterio que la lleva de la crónica de la élite en Excélsior a las entrevistas en Novedades. Pero es quizá la sacudida de ir a Tlatelolco unos días después de la matanza de los estudiantes en 1968 y palpar la sangre en una pared, mirar los zapatos dejados atrás, y el olor incrustado a pólvora, lo que la trajo, de nuevo, a la revista con la que su abuela la asustaba. Ella visitaba la cárcel de Lecumberri desde antes, con Álvaro Mutis y David Alfaro Siqueiros, los ferrocarrileros de Demetrio Vallejo –a todos les hizo un libro–, pero ahí inventó la crónica coral; a través de testimonios hilados con delicadeza artesanal consigue la panorámica, el mural que hizo caer la primera “verdad histórica”, la de Díaz Ordaz, en la que un ejército se defendía de unos estudiantes desarmados. La noche de Tlatelolco se sigue levantando contra la censura, desde una amenaza de bomba en la imprenta de la editorial Era en 1971, regresó tres décadas más tarde, con un ex líder del 68 que retiró sus dichos en el libro para, más tarde, acusar de plagio a Manuel Puig, insultar a los padres de Ayotzinapa y suicidarse.
La fuimos a recoger a su casa el 18 de octubre de 1998. Era domingo y ella tenía gripe. Salió con una frazada y un pañuelo. Recorrimos su calle empedrada hasta el parque de La Bombilla. En ese entonces, sólo El Quijote en Madrid y Cien años de soledad en Bogotá se habían leído en un maratón de voces. La noche de Tlatelolco era ideal, cumplidos los 30 años del verano insurrecto, para leerse por participantes y herederos del 68. Ella empezó: “Son muchos. Vienen a pie, vienen riendo”. Hasta ahí llegaron José Luis Cuevas, Héctor Bonilla, Gloria Contreras, Rosario Ibarra de Piedra, Diana Bracho, Paco Ignacio Taibo II, Carlos Payán y otros 50 lectores en voz alta. Ya cerca del final y con las penumbras de unas veladoras –no previmos que no había suficiente alumbrado en el parque–, Carlos Monsiváis leyó el final y las lágrimas le empañaron los lentes. “Por suerte, está oscuro”, murmuró al bajarse del pequeño templete.
Como esa masacre, como la huelga de hambre en la Catedral Metropolitana de doña Rosario, el terremoto de 1985, o el caso de la niña a la que un médico y los curas no le permitieron abortar de un embarazo por violación, La herida de Paulina (2000) o el relato del plantón contra el fraude electoral de 2006, la creación originaria de Elena es el coro que, sin importar que esté formado por frases, pequeñas vivencias, sentencias, logra el paisaje como si lo viéramos todo de una vez. Es el tejido, las capas, lo que crea lo panorámico, el ambiente, de una ojeada. El paisaje son las voces y sólo ellas pueden interrogar al monstruo que te comería viva.
Del lado de la naranja, pienso en todas las guerreras de Elena, las mujeres firmes y resueltas en el México patriarcal: desde su nana de niña, Magdalena Castillo, hasta su nana de veterana, Martina, pasando por Jesusa Palancares (Josefa Bórquez), las soldaderas, Frida, Pita Amor, Nahui Olin, María Izquierdo, Elena Garro, Rosario Castellanos, Nellie Campobello. Son las avencidadas en México, Tina Modotti (1992) –salida de un guion encargado y jamás filmado por Gabriel Figueroa– y Leonora Carrington (2012), mis favoritas. En esas dos crónicas noveladas hay algunas de las páginas mejor logradas de la literatura latinoamericana. Son las naranjas de Elena.
“Cuando me inicié en el periodismo no se podía entrevistar a la gente de la calle ni hablar de una colonia marginada o pobre porque denigraban a México”. En su pleno derecho, Elena ha resistido a la ideología racista, misógina y clasista de la corte del fin de siglo que jamás le dedicó una reseña seria, ni cuando ganó el Premio Cervantes en 2013. Fue tratada de “esa pobre señora” por un dirigente de Acción Nacional, Manuel Espino, que agregó, por su apoyo a López Obrador: “Empeñó su prestigio en una causa que no vale la pena”. Al sumarla a la campaña de odio aporofóbico de la derecha de la “guerra contra el crimen organizado”, recibió amenazas de muerte directas, por teléfono y en su casa. Ahí está, a sus 90 años.
Entras a su casa por un pasillo flanqueado por un pequeño plantío de árboles donde –presume– creció una planta prohibida. Te reciben las fotografías familiares de Mane, Felipe y Paula, también del lector de la piel del cielo, Guillermo Haro, el gato Monsi pasa de rayo. En la minúscula sala, con cojines zapatistas, bordeada por libros, papeles y un camastro para leerlos, te sientas en un sillón desvencijado pero amistoso. Bajará la escalera con sus pants de correr. Y te va a preguntar lo que sea, algo estrambótico o cotidiano, y sabes que responderás con una verdad tan íntima –entre un caníbal y el jugo de naranja– que no sabías que llevabas dentro.