Elena nos recibe en su casa de sillones amarillos y sillas enanas donde las orquídeas y fotografías parecen multiplicarse. Siempre encuentro una foto que no había visto suficientemente bien como aquélla donde aparece con sus nietos que dice son 10 y en la que yo sólo cuento nueve. Las orquídeas resaltan en la atmósfera de libros porque vive en una biblioteca.
–Es una casa de trabajo, igual que la de José Emilio Pacheco, quien fue mi compañero de trabajo, o la de Carlos Monsiváis, que tenía sus paredes tapizadas de libros, más que yo. El que más tenía en un momento fue Alí Chumacero.
–Te han dedicado muchos libros, qué dedicatorias te han gustado más.
–Bueno, me conmueven las de los grandes escritores. Las de Octavio Paz me conmueven, las de Carlos Fuentes. La primera dedicatoria que recibí fue la de un historiador y cronista francés: Jacques Bainville, que mi abuelo me consiguió y que me provocó el culto por la literatura.
Francesa al fin, aunque luego adquirió la nacionalidad mexicana, Elena pronuncia los nombres en francés como pocos. Nada ajeno a la nobleza europea que aprendía ese idioma desde la niñez.
–Tienes títulos nobiliarios Elena.
–Sí tengo.
–Eres princesa.
–Soy.
–¿Y tu corona?
–¿No me la ves? –me dice mientras se pone cuernos con las dos manos–. Es de cuernos.
–¿Nunca te importó ser princesa?
La reina de las entrevistas da un giro de 180 grados a la conversación y me cuenta que conoció a una emperatriz chillona y malhumorada vestida de negro a quien ella y su hermana le regalaron un gran ramo de flores cuando visitó el colegio de monjas al que asistían.
Elena Poniatowska llegó a México en 1942 en el célebre barco Marqués de Comillas. Su padre militar fue héroe de guerra y su mamá condujo una ambulancia en esa Europa convulsionada por el fascismo. Más que su geografía le importó de México su gente: sus indios, sus escritores, sus pintores. Para ella el México de ahora es inferior al que conoció.
–Los intelectuales y artistas de entonces, ¿eran mejores que los de hoy?
–Ahora estamos viviendo en México un vacío intelectual. Hay poca gente. Está muerto José Emilio Pacheco, está muerto Octavio Paz, está muerto Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, está muerto Juan Soriano. Están muertas Rosario Castellanos y Elena Garro. También están muertos los tres grandes que fueron definitivos; muertos lo miembros del Taller de Gráfica Popular, quienes dibujaban, grababan y pegaban en la calle sus carteles. En fin, yo necesitaría saber hoy qué hay; necesitaría saber qué están haciendo y dónde lo están haciendo.
–No los ves.
–Me tienes que platicar tú.
–¿Cómo te sentiste cuando llegaste a México?
–Nos gritaban “cochinas judías, regrésense a su país”.
–¿No te daba miedo?
–No.
–¿A ti no te ha dado miedo algo?
–Sí, me da miedo hacer mal las cosas; me da mucho miedo antes de hacer un examen.
–¿Sentiste miedo en el 68?
–Sí, me dio miedo por los estudiantes y por el paisaje después de la batalla que vi en la Plaza de las Tres Culturas. Allí vi a un tanque frente a una caseta telefónica donde hablaba por teléfono un soldado: “Pásame al niño, pásame al niño porque no sé cuánto tiempo estaremos aquí. Quiero oír la voz del niño”. Ese soldado sufría.
–Tú acababas de dar a luz. ¿No te dio miedo por tu hijo Felipe?
–No, porque estábamos lejos de la Plaza de las Tres Culturas.
“Cuando eres joven nada te da miedo”
–¿No te dio miedo que un gobierno de mano dura actuara contra ti?
–Siempre he tenido algo de inconsciencia. Además, era muy joven, y cuando eres joven nada te da miedo.
–¿No sería que la seguridad te la daba tu origen mismo? Eres noble, eres princesa.
–Quizá sí. Yo pertenezco a un gremio privilegiado, a un grupo bien protegido al que Guadalupe Loaeza llamó “las niñas bien”. Yo fui una niña bien: bien protegida, que desde chiquita aprendió a nadar, montar a caballo, cantar, bailar, tocar el piano y tener todos los privilegios que puedas imaginar. Comí bien, dormí bien.
–¿No te dio miedo que te corrieran del periódico donde publicabas por los textos que escribías?
–El periódico en el 68 no me publicó absolutamente nada. Yo estaba en el Novedades, donde los dueños eran los O’Farril, quienes tenían la concesión de pintar la línea blanca de las carreteras de todo el país. Cuando me rechazaron, me fui a La Jornada. Me encontré a Carlos Payán en la escalera, me agarró del pescuezo y me dijo: “Tú te quedas aquí”. Y así me contrató.