Las cartas que siguen, escritas por el gran narrador francés Marcel Proust (1871-1922), dejan ver al lector, intruso afortunado en ese espacio tan personal que es la correspondencia, algunos rasgos de su carácter y sin duda la dimensión de su inteligencia y la naturaleza de sus sentimientos ante la recepción de 'En busca del tiempo perdido', sobre todo la de André Gide.
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El crítico y novelista francés Marcel Proust (París, 1871-1922) es uno de los escritores más destacados y originales de la historia de la literatura universal y autor, entre otros títulos, de la novela En busca del tiempo perdido, publicada en siete entregas entre los años 1913 y 1927. De ese mismo período también resulta relevante la correspondencia del novelista parisino, pues en ella plantea diversas preocupaciones y reflexiones en torno al proceso de gestación de su obra. En lo que corresponde a las cuatro cartas presentadas aquí, también permiten conocer las disertaciones de Marcel Proust sobre la lengua francesa, los autores que admiraba y cuál era su visión acerca de la literatura que se escribía en ese momento en Francia.
La recepción inicial de En busca del tiempo perdido, por parte de la crítica, produjo en Proust algunos desencantos. Una muestra de ello es la carta dirigida al editor, dramaturgo, narrador y crítico, ganador del Premio Nobel de Literatura en el año 1947, André Gide (París, 1869-1951), quien pasaría a la posteridad, entre otras cosas, por haber rechazado en numerosas ocasiones la novela de Marcel Proust, a quien había tachado de snob, y a su obra como una crónica trivial de los salones parisinos y de sus ciudadanos burgueses. Pero al crítico no le tomó mucho tiempo discernir la originalidad del autor de Por el camino de Swann y le escribió: “Desde hace algunos días no dejo su libro; me sacio de él con placer, me hundo en él. ¡Por desgracia! ¿Por qué me tiene que doler tanto amarlo? Rechazar este libro seguirá siendo el error más grave de la Nouvelle Revue Française, y –como tengo la vergüenza de ser en gran parte responsable de ello– uno de los arrepentimientos, de los remordimientos abrasadores de mi vida.” A todo ello, Proust respondió con una carta en la que se vislumbra toda su maestría y la elegancia de su prosa excepcional.
Carta primera, dirigida a la señora Straus Venerdì, viuda de George Bizet, en 1908.
Señora,
muchas gracias por su encantadora, divertida y amable carta. Las únicas personas que defienden la lengua francesa (como el Ejército durante el caso Dreyfus) son las que “la atacan”. La idea de que hay una lengua francesa que existe alrededor de los escritores y que hay que protegerla, es inaudita. Todo escritor se ve obligado a hacerse de su propia lengua, como todo violinista se ve obligado a hacerse de su propio “sonido”. Y entre el sonido de un violinista mediocre y el sonido (de la misma nota) de [Jacques] Thibaut, ¡existe un pequeño mundo inabarcable! Con ello no quiero decir que me atraen los escritores originales que escriben mal. Prefiero –y tal vez es una debilidad– los que escriben bien. Pero ellos no comienzan a escribir bien a condición de ser originales, sino al hacerse de su propia lengua. La exactitud, la perfección del estilo existe, pero más allá de la originalidad, después de haber cruzado los hechos, y no por este lado. Por este lado –“emoción discreta”, “amabilidad sonriente”, “año, entre todos, abominable”– la precisión no existe. La única forma de defender la lengua es atacándola, ¡pues sí, señora Straus!
Porque su unidad no está hecha más que de oposiciones neutralizadas, de una inmovilidad aparente que esconde una vida vertiginosa y perpetua. Como no se “sostiene”, no genera una bella imagen en comparación con los escritores del pasado, a condición de haber tratado de escribir de manera muy distinta. Y cuando se quiere defender la lengua francesa, en realidad se escribe todo lo contrario al francés clásico.
Ejemplo: lo que recogen los revolucionarios Rousseau, Hugo, Flaubert, Maeterlink al lado de Bossuet. Los neoclásicos del siglo XVIII y a principios del siglo XIX, y la “amabilidad sonriente” y la “emoción discreta” de todas las épocas, con los maestros desafiándolas.
Por desgracia, los versos más bellos de Racine: “Te amé sin firmeza, aunque hubieras sido fiel/ ¿Por qué asesinarlo? ¿Qué te hizo? ¿A título de qué?/ ¿Qué te ha dicho?”, no habrían pasado, ni siquiera en nuestros días, por una revista… [Nota en el margen de la carta] para la “Defensa y el decoro de la lengua francesa”.
“Entiendo tu pensamiento; quieres decir que yo te amaba sin convicción, lo que habría ocurrido si hubieras sido fiel.” Pero está mal expresado. Puede significar también como “eres tú quien ha sido fiel”. Encargado de la defensa y del decoro de la lengua francesa, no pude dejarlo pasar.
Por desgracia, señora Straus, no hay certezas, ni siquiera gramaticales. ¿Y no es mejor así? Porque de ese modo una forma gramatical puede ser hermosa por ella misma, porque sólo puede ser hermoso lo que puede contener el signo de nuestra elección, de nuestro gusto, de nuestra incertidumbre, de nuestro deseo y de nuestra debilidad. Señora, qué triste locura ponerme a escribir de gramática y de literatura. ¡Y estoy tan enfermo! En el nombre del cielo, ni una palabra de esto. Por el amor de Dios… en quien no creemos.
Respetuosamente suyo,
Marcel Proust
Carta segunda, dirigida a Georges de Lauris en 1909.
Mi querido Georges,
Puedo ver que tu cariño te ha dictado esta carta divina, lo sé, y eso me la hace más preciosa. Porque la amistad supera en mí la estima que tengo de mí mismo, me complazco más de tu amistad que de creerme dotado de talento.
Si es por la discreción, puedes decir tranquilamente que te hice leer la parte inicial de mi libro, y si alguien lo ve como un privilegio exclusivo –cosa que no me halaga–, estaré encantado de declarar y subrayar mi predilección por ti. Lo único que te pido es que no reveles el argumento, el título, en resumen, nada que pueda dar información (que, por otro lado, a nadie le interesa). Pero sobre todo, no quiero ser presionado, atormentado, intuido, previsto, copiado, comentado, criticado, mencionado. Ya habrá tiempo, cuando mi inteligencia haya terminado su trabajo, para el ejercicio de la estupidez ajena.
De acuerdo a mis instrucciones, te entregarán junto con los dos cuadernos (segundo y tercero) dos páginas del primero que sustituyen a las que llevan los mismos números, con un pasaje que parecerá mundano a un lector mundano, pero en el cual reconocerás un esfuerzo meritorio por expresar cosas que no son evidentes por sí mismas. En cuanto a los cuadernos, hay algunas tachaduras a pluma que hice aquí y allá al azar cuando mis ojos cayeron en algunas torpezas, pero son muchos más los errores debidos al copista. Cuento con tu intuición y tu afectuosa colaboración.
Tu agradecido
Marcel
P.D. Descubrí que en alguna página, me parece que en la 115, el copista repitió todo dos veces.
¡Una cosa de locos!
No creas que me gusta George Sand. No tenía intención de hacer las críticas. Surgió así después. Lo entenderemos andando sobre el camino.
Tercera carta, dirigida al crítico Jacques Rivière en 1914.
Señor,
por fin un lector que intuye que mi libro es una obra dogmática y estructurada. Y qué alegría para mí que ese lector sea usted. [ … ] Como artista, me pareció más honesto y delicado no revelar –no evidenciar– que lo que me proponía era la búsqueda de la verdad, y en qué consistía para mí. A tal punto que detesto las obras ideológicas en las que la narración es una continua traición a las intenciones del autor, de modo que preferí no decir nada. Será solamente al final del libro, y después de comprender las lecciones de la vida, que mi pensamiento se manifestará.
Eso que expuse al final del primer volumen, en el paréntesis de los Bosques de Boulogne, y que coloqué allí como una simple pantalla para finalizar y cerrar un libro que por razones prácticas no podía superar las quinientas páginas, es lo opuesto a la conclusión. Es una etapa que se presenta como subjetiva y titubeante sobre el camino que lleva a una conclusión totalmente subjetiva y convencida. Inferir que mi actitud mental es un escepticismo desencantado, sería exactamente como si un espectador, al ver al final del primer acto de Parsifal, en el cual el personaje, al no conocer nada del ritual, es perseguido por Gunremanz, asumiera que Wagner quiso decir que la sencillez del corazón no conduce a ninguna parte.
En este primer volumen ha visto la sensación placentera que me produce la magdalena remojada en té –como escribí, dejo de sentirme mortal, etcétera, y no entiendo por qué. Sólo podré explicarlo al final del tercer volumen. Toda la obra está construida de esta manera. Si Swann confía tan tranquilamente Odette a Charlus (y parece que yo he querido volver a proponer la situación banal del marido que confía en el amante de su esposa) es porque Charlus –y Swann lo sabe– lejos de ser el amante de Odette, es un homosexual que tiene horror de las mujeres. En el tercer volumen verá también el motivo profundo de la escena de las dos muchachas, acerca de las manías de mi tía Léonie, etcétera.
No, si no tuviera convicciones intelectuales, si sólo tratara de recordar el pasado y de duplicarlo con estos recuerdos la experiencia, no me tomaría –enfermo como estoy– la molestia de escribir. Pero esta evolución del pensamiento no he querido analizarla abstractamente, sino recrearla, hacerla vivir. El malentendido se acentuará en el segundo volumen, que espero se resuelva en el último. Me alegra mucho oír que al menos entre nosotros no han existido malentendidos, y le expreso, por la amabilidad que ha tenido de decírmelo, mi viva (esperando que me permita añadir una mañana dulce) gratitud.
Marcel Proust
Cuarta carta, dirigida a André Gide en 1914.
Mi querido Gide,
he verificado en distintas ocasiones que algunos grandes gozos tienen como condición el haber sido despojados antes de un placer de calidad inferior, que merecíamos, y sin el deseo del cual nunca habríamos podido conocer el otro placer, el más hermoso.
Sin el rechazo –sin los rechazos repetidos– de la N.R.F. [Nouvelle Revue Française], no habría recibido su carta. Y si las palabras de un libro no son totalmente mudas, sí son (como creo) semejantes al análisis espectral y nos informan sobre la composición interna de esos mundos distantes que son los otros individuos, de modo que no sería posible que después de leer mi libro usted no me conozca lo suficiente para estar seguro de que la alegría de recibir su carta supera infinitamente lo que habría representado el ser publicado por la N.R.F. Puedo decirlo con más razón, porque cuando conocí la disposición desfavorable de la N.R.F., no fingí ser indiferente. Su amigo (creo que casi puedo decir nuestro amigo), el señor [Jacques] Copeau, puede decírselo.
Mucho tiempo después de los últimos rechazos de su revista, mientras le deseaba buena suerte para su teatro, le escribí (no recuerdo las palabras exactas, aunque el pensamiento era éste): “Pero las resistencias que encontramos por parte de las personas que no pueden comprender nuestro esfuerzo, serían menos crueles que las que yo siento por parte de las personas que deberían entender el mío. Recuerdo que para poder escuchar mi libro situado en el ambiente que me parecía más adecuado, tomé en cuenta mi amor propio, y sin dejarme desanimar, a pesar de tener un editor y un periódico, lo hice a un lado para pedir de usted, un editor y una revista, que de ninguna manera quisieron saber de mí; la palabra del Evangelio sigue siendo acertada: ‘Quería entrar en su casa, y los suyos no lo recibieron’.” Recuerdo que le citaba esta frase y le decía que era fácil condenarme a la calle, pero que ni siquiera hay que devolver a la calle a los que no están hechos para ella y que sólo escriben en los periódicos, porque las revistas que les gustan no quieren saber de ellos.
Si le digo todo esto, querido Gide, es para demostrarle que soy completamente sincero al decirle que los sentimientos que siento por ustedes (además de mi admiración profunda) sólo son los de mi gratitud más conmovida.
Si usted lamenta haberme entristecido (y lo ha hecho de otra manera, que sin embargo se lo diré en voz alta, si mi salud alguna vez me lo permite), le ruego que no guarde ningún pesar, porque me ha hecho mil veces más feliz de lo que logró hacerme padecer.
Si es lo suficientemente bueno para alegrarse o afligirse según el bien que ha hecho (y yo sé que lo es desde su admirable Paludes), sea feliz. ¡Cómo quisiera ser capaz de procurarle a alguien que amo el mismo placer que usted me ha otorgado a mí! Aquí permanecerá, recuérdelo. Hace un momento le decía que deseaba que la N.R.F. me publicara para escuchar mi libro en la atmósfera noble que me parecía merecer. No fue sólo eso. Ya sabe, cuando después de muchas indecisiones se decide emprender un viaje, el placer que nos hizo decidirnos, cuya imagen fija terminó triunfando sobre la molestia de salir de casa, etcétera, a menudo es un placer muy pequeño, arbitrariamente elegido por la memoria entre los recuerdos del pasado… comer un racimo de uvas a una hora y en una época precisa. Y el placer por el que se viaja, cuando regresas te das cuenta de no haberlo probado.
Hoy, para ser verdaderamente sincero, ese pequeño placer que me hizo decidir repentinamente, enfermo como estoy, esos pasos absurdos con el señor Gallimard, y después perseverar, fue, recuerdo muy bien, por el placer de ser leído por usted. Me decía: “Si la N.R.F. me publica, es muy probable que él me lea”.
Recuerdo que fue ese racimo de uvas, cuya esperanza me hizo superar el fastidio de las llamadas que quedaban sin respuesta, el que me quitó la sed cuando “por parte de la calle” recibí a cambio respuestas tan amables. Ahora ese placer, yo –más afortunado que el viajero– finalmente lo tengo, no como pensé, no cuando creía, aunque más tarde y en otra forma, una mucho más grande, bajo la forma de esta carta suya.
Bajo esta forma “encontré” el Tiempo perdido. Le doy las gracias y lo dejo, aunque para permanecer entre ustedes, para seguirlos esta noche en los Subterráneos del Vaticano.
Su devoto y agradecido,
Marcel Proust
Nota y traducción de Roberto Bernal.