En Iztapalapa, la alcaldía donde la conmemoración de la Semana Santa se ha convertido en una manera en que la comunidad celebra su identidad, el viernes comienza desde muy temprano. A pesar del intenso calor que se siente en la Ciudad de México, la extensa y agitada presencia de gente en las calles de los ocho barrios originarios demuestra el fervor con que sus habitantes viven la tradición católica que este año cumple 179 en la demarcación capitalina. En esta edición, además, la representación ha vuelto a ser abierta al público, tras dos años de restricciones derivadas de la pandemia.
“Eso es lo único que sí se ha extrañado aquí en Iztapalapa estos dos años. Pero qué bueno que estamos regresando a la normalidad. Y que todo se haga con fe y salga bien”, agradece René, padre y acompañante de Mateo, un pequeño nazareno de unos cinco años. A pesar de su corta edad, ha sido el niño quien decidió sumarse al recorrido de La Pasión; inspirado por su tío que descansa unos metros adelante de su pesada cruz de 90 kilos.
Los nazarenos son en su mayoría iztapalapenses jóvenes que buscan la absolución de alguna mala acción cometida. El tamaño y peso de las cruces que cargan depende en muchas ocasiones de la pena que desean expiar, pero también del nivel de compromiso con que realizan la penitencia. Vestidos con túnicas moradas y blancas, la mayoría ha decidido hacer su camino sin utilizar calzado y recorriendo la distancia tradicional, pues el trayecto de este año fue reducido por motivos de transición sanitaria.
José Leonardo ha hecho el recorrido cargando su cruz hasta el Cerro de la Estrella ya tres veces, pero no hace la penitencia para expiar algún pecado, sino para pagar una deuda. Hace unos años, uno de sus hermanos estaba muy enfermo de cirrosis. “Estaba amarillo amarillo, ya. El doctor nos dijo: ‘consíganle funeraria. Ya no va a vivir’”, relata. Sin embargo, el hombre está seguro de que su familiar se salvó gracias a esa petición. “Ahora sí que él me cumplió, ahora tengo que cumplir; porque la verdad está pesado, está duro”, concede limpiándose el sudor de la frente.
El hombre se coloca una vez más debajo de su cruz, el amigo que lo acompaña lo ha adelantado ya unos metros. José Leonardo suspira, “era yo teporocho, tiene dos meses que me levanté. Gracias a Dios. Me pegué a Dios”, dice, y continúa su camino. A Raúl, que camina descalzo, lo acompaña su esposa, ella lo ayuda cargando agua y secándole el sudor que ya le invade la cara. “La verdad es que a mí siempre me gustó la calle”, admite el joven sin dar muchos detalles.
El Viernes Santo en Iztapalapa no interrumpe el intenso ritmo diario de sus barrios, se suma. Aun con la representación próxima a realizarse, las calles aledañas albergan un tianguis del que emergen los pregones de los comerciantes. Los negocios instalados en el camino al Cerro de la Estrella están todos abiertos, siendo los productos más destacados aquellos que hacen más llevadero el tiempo: los refrescos, las aguas de sabor, las congeladas, los helados y la fruta fresca se ofrecen cada pocos metros.
En las calles de Iztapalapa abundan también el color y la solidaridad de la comunidad. A los nazarenos se les ofrecen bebidas para contrarrestar el cansancio que, conforme se acercan a la cima del cerro, es cada vez más evidente. Muchas personas ya se han instalado detrás de las vallas metálicas, esperando el momento en que el contingente formado de judíos, mujeres, romanos y encabezado por Jesucristo pase por ahí. Por el camino también hay decenas de cuerpos de seguridad, y paramédicos que ya han comenzado a atender las nuevas heridas en las plantas de los pies que hace kilómetros se rozan con el pavimento.
Al mediodía la Macroplaza de Iztapalapa se vuelve el escenario para el juicio de Cristo. Sobre una gran plataforma blanca y dorada, el Poncio Pilatos de este año interroga al profeta cristiano. Mientras la gente alrededor olvida por un momento su identidad como iztapalapenses y se vuelve parte de la escena, “Senténcialo, senténcialo”, gritan algunas voces. Otras piden un desenlace distinto: “perdónalo, perdónalo”, imploran sobre todo mujeres.
Aun con 28 grados y un largo interrogatorio, la gente permanece en su lugar. Se calcula que más de dos millones de personas se han reunido para el regreso de La Pasión en Iztapalapa. Después de haber sido flagelado y coronado, el Cristo interpretado por Axel González debe cargar su enorme cruz hasta la cima del Cerro de la Estrella. Por el camino se asoman celulares y rostros, y se escuchan sollozos y gritos. A diferencia de una obra en la que participan actores para contar una historia, la representación implica para los habitantes asumir un papel acorde.
Al final del trayecto aguarda la crucifixión. Rodeado de guardias, el Cristo de Iztapalapa es elevado en la cruz. Una algarabía de sollozos y risas rodean al intérprete que en todo momento se mantiene en el papel. De fondo suena la música de la banda y una paloma blanca es liberada para indicar el fallecimiento del profeta. Por primera vez se hace algo de silencio, el cuerpo inerte es cubierto y el luto comienza. En el Cerro de la Estrella permacen tres grandes cruces vacías que poco a poco se van quedando solas.