Dio inicio la discusión, en comisiones, de la reforma eléctrica enviada al Congreso por el Presidente, quien solicitó que fuera aprobada tal como se turnó. De inmediato saltaron varios personajes para asegurar que así, como se pidió, no sería aprobada. Por los tiempos anunciados en su travesía por la cámara de origen, todo indica que el proceso entero llevará pocos días. Es necesario recordar que la discusión en el parlamento abierto consumió prudente y hasta sobrado esfuerzo, tanto de proponentes como opositores. Por tanto, se ha logrado mostrar ante buena parte de la ciudadanía las ventajas y requerimientos de tan central reforma.
No se trata sólo de sopesar argumentos de una y otra modalidad. Es preciso que se recuerde la base política que sostienen los cambios que se desean introducir en la Constitución y leyes derivadas. Esta reforma es una pieza adicional encajada en el movimiento, gestado durante años, que culminó con el triunfo electoral de 2018. No fue un fenómeno cualquiera de pinta electorera. Es todo un caudal con fuerzas de base que se propone equilibrar el desbalance de oportunidades existente entre diversas clases sociales. Es decir, dar salida a una puja que tiende a lograr, además, mayor participación en la conducción de los asuntos públicos. Participación que, hasta hace tres años les estaba negada por una coalición de elite adueñada de las formulaciones partidistas existentes, PAN y PRI. Una combinación que, para motivos prácticos, se codificó como PRIAN.
El modelo prevaleciente, hasta antes de 2018 no dejaba resquicio para las ambiciones de acceder a mejores etapas al bienestar de muy amplias capas de la sociedad mexicana. El castigo en los ingresos y, por tanto, en la raquítica apropiación de, siquiera, una parte justa de la riqueza era descomunal. Ese es el núcleo vital formado dentro del movimiento, que cristalizó en el partido Morena. Se llegó, también, a darle contenido y certeza al empuje para reversar la veloz tendencia a la desigualdad. La precaria posición en ingresos y oportunidades de la mayoría de los mexicanos no debía proseguir, fue el clamor. El mandato popular, por demás firme, aunque muchos quieran nublarlo. Así debe entenderse: llevar a cabo un cambio drástico que termine con el estado de cosas previo.
En este proceso hacia una mayor igualdad México no está solo. Hay todo un ensamble mundial que trabaja con ahínco en esa dirección. Quienes lo consoliden serán los que mejor se coaliguen para darle consistencia y claridad a sus pretensiones de cambio. El consistente y continuo ofrecimiento, del entonces candidato y ahora del Presidente fue centralmente ese: sustituir el modelo concentrador prevaleciente por uno justiciero de amplia gama de bienes y oportunidades para los que, hasta entonces, habían sido privados de ellos. Esa es la fuerza que está detrás de la petición presidencial de aprobar la reforma eléctrica. Esa es la correspondencia entre la actual dirigencia del país y la multitud que apoya y requiere ser escuchada y atendida.
No puede entenderse tal reforma como una simple negociación entre lo existente y una colección inocua de componendas. Lo que está en el fondo es la lucha para terminar con un modelo, conveniente y funcional, para incrementar la desigualdad en una industria vital para el desarrollo del país. Se trata, en primer lugar, de situar al Estado como conductor y garante de tan crucial industria. Apartarla, por tanto, de las manos y las ambiciones de un conjunto de empresas privadas que han tratado de darse a ellas mismas el privilegio de ser los titulares. En verdad esta reforma persigue situar a las empresas, actualmente generadoras, como una parte del mercado total. Una parte que, por lo demás, es importante pero no la conductora como se intenta conseguir. Podrán generar casi la mitad de lo que se oferte de energía cada año. Para el tamaño del mercado nacional esa parte, a la que se le asigna 46 por ciento, es de tamaño suficiente y, por demás, satisfactorio. Pero se pone coto a la pretensión de desplazar a la CFE y ser las entidades dominantes. Ese horizonte injusto y peligroso, debe terminar.
Los legisladores deberán entender lo que implica la reforma. Es una exigencia popular expresada en votos, de un movimiento masivo de cambio hacia un estado de cosas menos injusto. Una prolongada búsqueda de mayor bienestar. Y en esa ruta se trabaja con ahínco, inteligencia y determinación. No es la postura de un Presidente autoritario, como acusa la oposición, sino la voluntad de un pueblo que exige ser tratado con justicia. Y en la energía ha depositado su confianza de conseguirlo. Tampoco se agota en invertir en renovables, señuelo usado para ocultar el dispendio y las enormes subvenciones a los privados, sino, también, para descolonizar la industria, ahora bajo control externo. Ojalá los diputados y senadores oigan ese reivindicatorio reclamo popular.