Una larga tradición de estudiosos de la política internacional ha señalado que la ausencia de barreras naturales como desiertos o cordilleras, la escasez de mares cálidos y las amplias planicies que se abren camino hasta Moscú han moldeado el carácter de las relaciones internacionales rusas desde que esa nación era un pequeño principado.
Como destaca el veterano editor de asuntos internacionales Tim Marshall, la vulnerabilidad geográfica rusa cuenta con antecedentes históricos importantes. En el periodo que va de la invasión napoleónica de 1812 hasta la Segunda Guerra Mundial, Rusia estuvo involucrada en conflictos bélicos en la llanura norte de Europa cada 33 años. Desde la disolución de la Unión Soviética, en 1991, Ucrania le reviste particular interés por sus riquezas naturales, pero sobre todo, por su estratégica posición geográfica y el origen ruso de 17 por ciento de sus habitantes.
No es ningún secreto que desde la “revolución naranja” (2005), Ucrania comenzó un proceso de cambio político en el que la sociedad ha pujado por una creciente democratización, la cual no sólo ha dado mayor peso institucional al parlamento, sino que se ha traducido en una menor influencia política de Moscú.
Paralelo a esto, durante las dos primeras décadas del siglo XXI Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia Eslovenia, Albania, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Georgia y Macedonia –países que pertenecieron a la órbita soviética durante gran parte del siglo pasado– se han sumado como miembros de la OTAN. Lo cual, sobra decir, es percibido por Moscú como creciente amenaza a la integridad e intereses de la Federación Rusa.
La anexión rusa de Crimea, en 2014, parece haber abierto un nuevo capítulo en las tensiones regionales, las cuales hoy parecen renovarse después de que diversos reportes de inteligencia han confirmado la presencia de cerca de 100 mil tropas cerca de la frontera ucraniana.
Sobre lo que percibe como amenaza existencial, el presidente ruso ha respondido a la creciente influencia de la OTAN utilizando el tiempo a su favor. La alta inflación en los precios de combustible, las tensas relaciones entre miembros de la OTAN legadas por Trump y la dependencia europea al gas ruso presentan condiciones inmejorables para lograr una negociación favorable. La alta desaprobación del presidente Joe Biden (50 por ciento) a unos meses de que comiencen las elecciones intermedias de Estados Unidos compromete la posibilidad de una respuesta unificada y asegura la politización de cualquier medida tomada por la Casa Blanca sobre Rusia. De forma coincidente, Volodymyr Zelensky, presidente de Ucrania, cuenta con un respaldo popular de sólo 28 por ciento, frágil legitimidad que sin duda puede ser capitalizada por el mandatario ruso.
Ciertamente, existen muchas especulaciones respecto del “juego político” puesto en marcha por Putin, sobre sus causas, objetivos y consecuencias finales. Desde la anexión de Crimea, algunos analistas han señalado que su intención consiste en hacer de Donbas una región autónoma, mantener cierto control sobre las instituciones ucranianas mediante la representación parlamentaria de la región, lo que, entre otras cosas le permitiría dinamitar cualquier intento de la asociación a la OTAN.
Las autoridades ucranianas, por otra parte, parecen desestimar la preocupación compartida por otras naciones sobre una posible ofensiva de tropas rusas. Recientemente, el secretario del Consejo Nacional de Seguridad y Defensa, Oleksiy Danilov, comentó a la BBC que “el número de tropas rusas no está aumentando de la forma en que la gente muestra hoy día. ¿Llevan a cabo los movimientos allí? Sí, pero lo han estado haciendo todo el tiempo. Ese es su territorio y tienen derecho a moverse hacia la izquierda y hacia la derecha. ¿Es desagradable para nosotros? Sí, lo es, pero no es nada nuevo en nuestra historia. No. Si esto es una novedad para alguien en Occidente, pido disculpas”.
“La máxima prioridad para Rusia –añadió el secretario– es agitar la situación interna de nuestro país, y hoy, lamentablemente, tienen mucho éxito. Nuestra tarea es hacer nuestro trabajo en una atmósfera tranquila y equilibrada. Eso es lo que hacemos.”
En la misma línea, el analista político y fundador de Eurasia Group, Ian Bremmer, ha señalado que la intención de Moscú apunta a dividir a Estados Unidos y Europa. La estrategia parece estar dando resultados, mientras Joe Biden ha insistido en posibles sanciones económicas, el canciller alemán Olaf Scholz y el presidente francés Emmanuel Macron han señalado públicamente la ineficacia de las sanciones y las consecuencias que éstas parecen tener para sus propias economías. Ambos han declarado su preferencia por la vía diplomática.
Aunque el tono adoptado por Ucrania parece responder a la reciente incertidumbre financiera generada por la cada vez mayor percepción de riesgo, lo cierto es que, como señala Bremmer, una incursión militar en territorio ucraniano podría tener un efecto no deseado por Putin: la respuesta unificada de las potencias occidentales.
Esto no significa, sin embargo, que las tensiones no sigan escalando o que Rusia renuncie a poner en marcha estrategias militares no convencionales. Después de todo, Rusia no puede permitir que una ex república soviética adopte un modelo político-económico pro occidental. La viabilidad de una ex república soviética como Estado democrático tendría consecuencias devastadoras para la integridad de la Federación Rusa.
Más allá de las especulaciones, hay que decir que el legado de esta crisis pasa por la capacidad de los actores para resolverla. Putin ha intuido, quizá de manera correcta, que los procesos democráticos de los estados “occidentales” estorban cuanto se trata de desarrollar una respuesta unificada frente a una amenaza. Quizá la única victoria que necesita sea demostrar dicha ineficacia. La tarea de Occidente, por otra parte, es más complicada y consiste en demostrar que es posible construir una nación soberana y exitosa con valores democráticos.