Tenosique, Tab., “En Honduras la violencia está perra”, resume Christian para explicar por qué salió solo, a los 16 años, de su tierra. En su corta vida, el destino siempre le ha jugado las contras: abandonado por su padre casi al nacer, su madre se deshizo de él en cuanto pudo y lo dejó con su abuelo. Los maras le “perdonaron” la vida y le dieron 24 horas para decidir enrolarse o salir.
Era ya la tercera amenaza. Frente a ello, Christian intuyó que no habría otra; a la siguiente irían por él de una u otra forma. Tenía que salir de Tegucigalpa.
Los maras se han consolidado su terror en Honduras, uno de los principales factores de la migración. María es oriunda de Choluteca, localidad presa de las extorsiones masivas, de las que fue víctima su marido. Electricista de oficio, su pequeño negocio comenzó a crecer. Mientras ayuda en la cocina, María apenas murmura. “Lo amenazaron, tuvimos que huir para que no lo mataran.”
Christian es un joven tímido, espigado. No trae un peso encima, pero sí un sueño: llegar a Houston, con su tío. Por ahora, vive en el albergue de La 72 adonde llegó hace tres meses por la ruta del Ceibo.
A la espera de una visa humanitaria para remprender su trayecto hacia el norte, Christian cumplió ya 17. Como él, hay decenas que han encontrado en La 72 un respiro en la zozobra y el cansancio de quienes están a la espera de ese papel o el refugio en México.
“El migrante está convertido en moneda de cambio” entre la corrupción y la violencia, resume fray Gabriel, responsable de La 72, albergue de franciscanos que en su nombre honra a otros trashumantes, los que fueron masacrados en San Fernando, Tamaulipas en 2010.
Pese al tiempo transcurrido desde ese horrendo hecho, poco ha cambiado, lamenta el fraile: “Esta Cuarta Transformación, en materia de migración es sólo un eslogan, no se percibe. Los operativos en su contra han sido muy violentos, por la facultad que tiene ahora la Guardia Nacional de participar en migración”.
A la entrada de la oficina de Francisco Santiago, responsable de asistencia humanitaria de La 72 hay un mural: unas manos atadas coronadas con las efemérides más terribles asociadas a migrantes: 23/8/10 Masacre de San Fernando; 13/5/12, cuerpos mutilados en Cadereyta; 20/4/11, fosas en el norte de México. La cuenta de las tragedias que acumulaba el país se detuvo hace años en ese mural. No caben más, pero no ocurre así con la memoria de Santiago.
“Los riesgos han aumentado para los migrantes. Antes hablábamos de que los asaltaban… Hoy es asalto con violencia, secuestros, extorsiones, muerte, agresiones sexuales.”
El activismo que hacía La 72 bajo las órdenes de fray Blas, para denunciar las violaciones a derechos humanos y las autoridades involucradas, se tuvo que detener. Empezaron a llegarles amenazas de muerte. Se optó entonces por dar prioridad a la asistencia humanitaria.
La violencia contra migrantes no se detiene. “Hace poco tuvimos un código morado, dice Santiago con la congoja de quien ha incorporado términos así a su habla cotidiana.
–¿Código morado?
–Sí. Una hondureña violada. Código morado son los casos extremos que requieren de atención humanitaria especial.
Para tales casos, al fondo de La 72 se ha reservado una pequeña casa, un espacio apartado para que, en soledad, únicamente con atención sicológica, quienes llegan en esa condición extrema procesen, en lo posible, ese desgarramiento personal.
Recientemente se han sumado algunos de esos códigos morados, comenta Janeri Hernández, la trabajadora social que es la primera parada para la atención de estos dramas personales: además de la violación, semanas antes había llegado otra migrante también hondureña, víctima de trata.
Mujeres, niños y adolescentes
Aunque temporalmente se han reducido los flujos migratorios, a las puertas de La 72 aún aguardan decenas de personas para ingresar. Sin embargo, la nueva embestida del covid alcanzó finalmente al albergue después de dos años de rígidas precauciones y obligó a reducir la capacidad de 250 a 170 personas, con opción preferencial para mujeres, niños y adolescentes.
“Antes de la pandemia atendíamos a 500 personas al día”, apunta Santiago para ilustrar la reducción en la actividad del albergue. Eran los tiempos en que La Bestia –el tren que construyó su leyenda– saturado de migrantes dejaba su caudal de muertos, lisiados y miles de historias de abusos en su trayecto.
“Cuando empezaron las obras del Tren Maya levantaron las vías” y esa ruta se terminó, explica.
Aun con el soporte de Médicos sin Fronteras y el respaldo del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para atender la salud de sus residentes, pronto sólo este último absorberá la demanda, pues como parte de su estrategia de asistencia humanitaria en el país, ha definido ocho puntos de atención y en La 72 se ha instalado el más cercano a este lado de la frontera con Guatemala.
Aunque lleve días la espera para ingresar al albergue, los migrantes tienen garantizada la alimentación, especialmente una suerte de respiro frente al acecho: la extorsión de grupos criminales y autoridades migratorias. “A 100 o 200 metros de distancia, ya los extorsionan y estando aquí afuera, por lo menos los respetan.”
–¿El gasto de la operación anual del albergue?
Fray Gabriel hace cuentas: en 2020, el costo fue de 1.7 millones de pesos. Para 2021, subió a 2 millones. Sus cifras cuadran con los migrantes atendidos: en 2018 fueron 15 mil; hace dos años, por el impacto de la pandemia, bajó a 5 mil, pero en 2021 hubo un repunte y se llegó a 10 mil albergados.
Aunque el albergue es amplio, la crisis sanitaria modificó estructuras y la propia capilla debió transformarse en estancia y dormitorio.
Y no deja de impactar: un lugar de oración donde hoy, decenas de migrantes pernoctan en colchonetas al amparo de 72 cruces. Las mismas de San Fernando.