Esa tarde dominical, una lluvia inoportuna a la hora del paseíllo, implicó que llegara tarde a la corrida de rejones que estaba programada, en compañía de mis recordados amigos Jaime Avilés padre e hijo. Nos quedamos en el restaurante El Ruedo, enfrente de la plaza, discutiendo, que era la manera de hablar con mis amigos.
Al entrar a la plaza, una ambulancia, con aire macabro y con un ruido ensordecedor, casi nos atropella al salir y nosotros entrar. En el aire ondulaba una muerte pequeña. Eduardo Funtanet y su caballo habían resbalado en el lodoso redondel. El golpe en la cabeza presagiaba la muerte del jinete.
Esta tarde rompieron plaza unos hermanos Funtanet Javier y José. No sé qué parentesco tengan con Eduardo, vestidos elegantemente y con vistosos corceles.
Y es que ser torero es otra cosa.
Es ver al mundo con vitalidad genial, alegría llorosa y la pena ensombreciendo las cabalgaduras en el arte antiguo del rejoneo. El rejoneo inició con las corridas de toros hace cuatro siglos, las corridas de rejones llevan todo este tiempo y nos hablan de la grandeza del toreo. Animalistas o no animalistas pueden agredir el espectáculo taurino, pero el torero, el rejoneo, puede prescindir del espectáculo. Siempre habrá un rejoneador aficionado o un aficionado toreando una vaquilla a la luz de la luna en las ganaderías.
En el recuerdo del rejoneador apareció la muerte del ganadero Adolfo Lugo Verduzco, que fue mi compañero en la infancia y juventud con los hermanos lasallistas. Y después siguió la amistad vía las corridas de toros y el amor a la fiesta brava.
Las guitarras callaron sus falsetes de encaje.
Solos quedaron el caballo y la ganadería de Adolfo.
En la mente se aparece un fragmento del madrigal de Rogelio Buendía, el poeta andaluz.
“Caballo mío llévame en el vuelo a la pradera que da al río.
Donde se baña y resuena el amor mío”.